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Enrique Vargas Peña |
La muerte de Diego Emanuel Báez
-un estudiante de 15 años-, despojado de la vida por pandilleros
carentes de conciencia moral, ha sido la excusa que han utilizado
algunos dirigentes para seducir a la sociedad con la tentación
autoritaria.
La creciente violencia, dicen,
es consecuencia de los excesivos derechos que tendrían los jóvenes
y los acusados de la comisión de delitos contra la vida o la
propiedad.
La solución, sostienen, está en limitar los derechos y en dotar de
mayor poder coercitivo a las instituciones armadas, policiales o
militares, para que puedan hacer frente con eficacia a las amenazas
que acechan a la gente decente.
Y citan como ejemplo los nuevos poderes que se han concedido a la
policía argentina (allanamientos sin orden judicial, detención sin
causa de personas, etc.) o los que tiene ahora el ejército
colombiano (arrestos y requisas).
Esta militarización de la sociedad que proponen los autoritarios
para frenar la violencia pocas veces ha tenido éxito y, en la mayoría
de los casos, ha terminado simplemente agravando los problemas, al
agregar arbitrariedad estatal a los desbordes sociales.
El remedio, pues, debería buscarse en otra parte.
Es evidente que mientras el Estado y el Municipio gasten todos sus
recursos en pagar a sus clientelas políticas convertidas en
funcionariados o contratos públicos para los amigos, no tendrán
fondos para dotar mejor a la policía o al ejército.
Si el presidente González Macchi o el intendente Burt no hubieran
gastado tanto en favores políticos, la policía hubiera podido
tener más personal mejor entrenado, más vehículos, más radios,
mejores sistemas de prevención de delitos y, finalmente, mejores
armas.
La institución policial, organizada actualmente sobre bases
militares, no sirve para defender a la gente decente. No le sirvió
a Diego Emanuel Báez.
La policía debe hacerse civil, invertir en personal muy calificado
capaz de desarrollar estrategias de prevención del crimen y,
eventualmente, de esclarecimiento de delitos y aprehensión de los
complicados en ellos.
Pero, para que eso suceda, los diputados y senadores deberían tener
en la cabeza algo más que ambiciones pecuniarias personales.
Ahí es donde la muerte de Diego Emanuel Báez confirma, trágicamente,
la quiebra moral de la autodenominada "clase dirigente"
del Paraguay, que, en realidad, no es más que una ralea
despreciable de sinvergüenzas.
Si el país tuviera políticos y dirigentes decentes, hace mucho
tiempo se hubieran hecho las reformas que hubieran podido salvar la
vida de numerosas víctimas de la violencia.
¿Cuántos más tendrán que perder la vida para que los políticos
dejen de regalarse la plata que les da el pueblo?
Si la "clase dirigente" no estuviera todo el día actuando
como si el fin justificara los medios, tal vez los asesinos de Diego
Emanuel Báez hubieran sabido que una vida no justifica una mochila.
Pero no tienen intención de dejar de hacerlo.
Al contrario, ahora usan la muerte de Diego Emanuel Báez como
pretexto para pedir más restricciones a los derechos ciudadanos, es
decir, más oportunidades para ellos de seguir vaciando al Paraguay.
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