La vida en el
Paraguay es una de las demostraciones más evidentes de que no hay
relación causal entre el actuar bien, hacer lo correcto, y
acceder con ello a una vida proporcionalmente buena.
Al contrario, en
el Paraguay lo que paga es el crimen. Los inescrupulosos son los
personajes mas promocionados, envidiados y destacados de la
sociedad. Ellos llegan aquí siempre a la cúspide y la gente que
trata de llevar una existencia medianamente decente debe cederles el
paso y pedirles disculpas.
Los que
sobrefacturan sus trabajos, los que trafican influencias, los que
juegan con el dinero de ahorristas incautos, los que adquieren
estancias como pago de cuentas, los seductores y demás
integrantes de la canalla social que está destruyendo al Paraguay
se atreven ya a alardear incluso de ser buenos tipos.
Las más
venerables instituciones del país deben abrirles las puertas,
sopena de parecer demasiado exigentes y así aquellos sinvergüenzas
logran imponer su malsana presencia incluso a los menos malos.
El problema de
esto es que la astucia de estos aprovechadores está empobreciendo a
todo el resto de los paraguayos.
Este sistema
perverso proyecta una sensación de movilidad social abierta, en el
sentido de que cualquiera que se sienta suficientemente liberado de
las convenciones que hacen posible la vida civilizada puede ascender
en la escala de ingresos.
Sin embargo, el número
de los que accede está naturalmente restringido por las
decrecientes oportunidades de expoliar que van quedando. Las
oportunidades son decrecientes porque a mayor depredación de los
recursos públicos, mayor carga se impone a la economía y mayor es
la recesión.
Entonces, la señalada
restricción natural produce un singular agravante de la injusticia:
a mayor audacia en el crimen, mayor posibilidad de éxito.
Por eso el país
decae cada vez más rápido. La creación de riquezas ha sido
suplantada, en el sistema social paraguayo, por el robo de las
mismas. Y el robo es cada vez menos disimulado.
Este proceso no se
detiene con un mero cambio de ministros. No se detiene con un mero
cambio de presidente. Se detiene solamente con una revolución. Y
hay que aclarar que la revolución no es un golpe militar o
palaciego, que la revolución específicamente excluye el golpe
militar o palaciego.
Los paraguayos
estamos ante una disyuntiva suprema en nuestra historia. O nos
conformamos con cambios de ministros y presidentes y nos quedamos
pobres, oprimidos y dominados como los haitianos o hacemos una
revolución para castigar, de una buena vez, a los inmorales que nos
están robando el futuro.
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