El
reiterado uso de los bienes estatales a favor del candidato Félix
Argaña importa en sí mismo un fraude electoral, pues se niega a
los candidatos la igualdad de oportunidades que una elección democrática
exige como condición de su carácter.
Si esa igualdad no existe, la elección no es, sencillamente,
democrática. Será una votación semejante a las que se realizan
periódicamente en Cuba o en Perú, pues el electorado no habrá
podido acceder a las ofertas electorales necesarias para realizar
una elección informada.
Será, en realidad, una elección semejante a las que
organizaba en el Paraguay en general Alfredo Stroessner, de las que
mucha gente guarda aún fresco recuerdo.
Los bienes del Estado los pagan todos los contribuyentes
paraguayos, sean del partido que fueran, por lo que usarlos en
beneficio de uno solo de los candidatos agrega a lo anterior un
elemento de irritación, de injusticia, que hace más insoportable aún
la situación.
Sin embargo, ante la flagrancia en la violación de la
Constitución y las leyes, de la ética y la decencia, ante el
fraude electoral funcionando delante de todos, ni la administración
de justicia electoral ni la famosa misión de la Organización de
Estados Americanos han dicho una sola palabra que condene al menos
moralmente esta vergüenza.
Esa es la prueba evidente, evidente por sí misma, de lo que
cabe esperar de las elecciones del 13 de agosto.
Lo menos que puede decirse de la administración de justicia
electoral es que está sumergida en una pusilanimidad antológica,
si es que no se trata de una parcialidad manifiesta a favor del
beneficiario del uso de los recursos públicos.
La pusilanimidad es una forma de ineptitud con la que se está
prestando un servicio deficiente al pueblo paraguayo.
Consecuentemente, en uno u otro caso, los señores de la
administración de justicia electoral deberían renunciar.
Pero no lo harán, no solamente porque, extrañamente, no lo
reclaman las supuestas víctimas (los demás candidatos), supuestas
porque la víctima real es la voluntad popular.
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