Los
coaligados de marzo (argañistas, wasmosistas, radicales
auténticos, encuentristas y católicos) han tardado algo
menos de dos años en arruinar
completamente al país, en someterlo a las formas más
perversas de
corrupción imaginables y de humillarlo con la ignorancia,
incultura y chabacanería de los más altos exponentes del Estado.
Sin embargo, nadie hace nada esperando que otro de el primer
paso.
En esa espera pueden pasar otros treinta y cinco años.
Nadie puede sustituir al pueblo en la tarea de conquistar su
propio destino. Las experiencias de abdicar de esa responsabilidad
para ponerla en manos de alguna organización, por ejemplo el Ejército,
solamente han servido para cambiar de amos sin romper las cadenas.
Los cambios verdaderos y trascendentes, los que tienen
posibilidades reales de contribuir a mejorar la situación, son los
que se hacen con la movilización de todo el pueblo y no en sórdidas
negociaciones de trastienda entre políticos ávidos y militares
descontentos.
Las Revoluciones cubana e iraní, por citar dos ejemplos
relativamente conocidos, demuestran más allá de toda duda que
cuando el pueblo toma las calles no hay poder en el mundo capaz de
revertir el proceso. Ni siquiera Estados Unidos.
Ni hay ejército, policía o torturadores capaces de
atemorizar a la gente.
Pero ocurre que la toma de las calles por el pueblo no es
posible sin un esquema claro que permita reemplazar al gobierno y,
lamentablemente, eso no existe en Paraguay.
La fuerza que en este momento está en posición de hacerlo,
paradójicamente, el partido Liberal Radical Auténtico, parece no
querer asumir la responsabilidad histórica de liderar el cambio.
A no ser que la convención de los liberales del 25 de marzo
imponga a la dirigencia del partido una indeseada ruptura con la
coalición de marzo.
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