Los latinoamericanos, dice el estudio de opinión que publica
cada año el instituto "Latinómetro" de Santiago de Chile,
estamos cada vez más decepcionados de la democracia.
A mi juicio las
cosas no son así de simples. Hay decepción, sí, y mucha, con el
sistema que nos han vendido como democracia, pero que de gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo tiene solamente el
nombre.
¿Cómo no habría
decepción y desencanto y rabia con un sistema que ha permitido el
triunfo de la corrupción, que ha premiado a los inescrupulosos, que
ha secuestrado la esperanza ciudadana y el nivel de vida de la
gente?
Apenas caída la
dictadura de Marcos Pérez Giménez en Venezuela (1958) los
principales políticos del país empezaron a negociar un sistema
institucional que se formalizó en el pacto de gobernabilidad
conocido como Acuerdo de Punto Fijo.
En Punto Fijo los
políticos no devolvieron el poder al pueblo, sino que se lo
escamotearon. Se le negó a la ciudadanía el derecho a elegir
intendentes municipales o gobernadores regionales. Se le negó el
derecho a intervenir en la selección de candidatos de los partidos
políticos, cuyas autoridades digitaban a los candidatos. Se le
prohibió presentar candidaturas independientes. A ese engendro oligárquico
denominaron “democracia” los políticos venezolanos y sus congéneres
de América Latina, con el beneplácito tutelar de Estados
Unidos.
Para entender lo
lejos que Punto Fijo está de la democracia no hay más que comparar
sus resultados institucionales con el sistema que rige a los
norteamericanos.
La democracia es
sencilla: muchas elecciones, cuanto más seguidas mejor, para que
los elegidos se encuentren siempre sometidos a la vigilancia del
pueblo. Cuando los políticos proponen otra cosa, es porque quieren
robar.
En realidad, el
Pacto de Punto Fijo estableció una dictadura colegiada plebiscitaría
que es lo contrario de la democracia. Las oligarquías políticas no
son democracias aunque cuenten con la bendición de Washington que,
hay que recordar, bendijo a gente como Somoza, Trujillo y
Videla.
Todos los políticos
de la región han estado aspirando con sus propios pactos de
gobernabilidad, que les garantizasen que el pueblo no los controlaría.
El ejemplo de Punto
Fijo llegó al Paraguay en 1995.
Los resultados han
sido iguales en todas partes y en todas fueron igualmente catastróficos.
La impunidad y la corrupción políticas se han hecho proverbiales
en América Latina y son tan célebres como el empobrecimiento, la
injusticia y la desigualdad que generan.
Y la gente está
harta. El cansancio popular crece según el grado de
“puntofijismo” alcanzado en cada país. Sistemas no tan
contagiados como el uruguayo, gozan de apoyo público considerable,
sistemas como el paraguayo, versión empeorada del venezolano, son
universalmente repudiados.
Venezuela no pudo
sacudirse del yugo de los políticos sin la cruel convulsión del
“Caracazo” (27 de febrero de 1989) y, luego, el proceso
revolucionario encabezado por Hugo Chávez. Algo parecido, pero
aplastado, ocurrió en Ecuador y en Paraguay. También en Perú,
donde el descontento popular con los políticos fue aprovechado por
la gavilla delincuencial integrada por Alberto Fujimori y Vladimiro
Montesinos.
Hay descontento en
América Latina, eso es evidente. Pero no es con la democracia, sino
con los sinvergüenzas que disfrazados de demócratas entran a saco
en el Estado para, con el auxilio de jueces venales que ellos mismos
nombran, apoderarse del dinero para hospitales, escuelas y caminos y
depositarlo en sus cuentas de Miami.
*Publicado
en La Nación de Asunción el viernes 03 de agosto.
|