La
sociedad medieval europea, entre los siglos V y XIII, era estable, en
el sentido de que las instituciones y costumbres que la rigieron
cambiaron apenas. Lo mismo puede decirse de la sociedad china hasta el
siglo XIX y de la sociedad egipcia, entre los siglos XX y III antes de
Cristo.
Pero eran estables también en el aspecto de ser incapaces de
proveer progreso económico significativo a sus integrantes, quienes
vivieron en un mismo nivel de ingresos por generaciones y
generaciones, en una especie de empantanamiento perpetuo que se llegó
a considerar como el orden natural de las cosas.
Un grado más abajo están las sociedades que son estables en
su decadencia. Cambian poco sus instituciones y costumbres, salvo en
la degradación lenta pero permanente y el deterioro de su vida económica
es crónico pero generalmente imperceptible en el día a día.
Es el caso de Haití, los países subsaharianos de África y
algunos países del Oriente (Pakistán, Birmania). La sociedad romana
entre los siglos III y V es un caso clásico, aunque un tanto más
acelerado.
Estas sociedades estables en su decadencia, presentan un
curioso cuadro en el que es seguro que los gobiernos son inestables.
Es la estabilidad de la inestabilidad. La inestabilidad de sus
gobiernos es tan previsible como su decadencia y sus matrices
institucionales y culturales. En cierta forma, la inestabilidad
gubernamental se convierte en una parte permanente de la vida
nacional.
Hay muchos síntomas que permiten suponer que el Paraguay se
encuentra en un estadio semejante, estable en su decadencia. Uno de
ellos es la falta de fuerzas sociales capaces de impulsar un cambio.
El cálculo político produce siempre en las fuerzas sociales
paraguayas el mismo resultado: les conviene más mantener el status
quo. Son tan débiles que no pueden oponer a los intereses en juego más
que su resignación.
Se han establecido, casi espontáneamente, mecanismos
coercitivos que impelen a la conformidad.
Desde el punto de vista histórico, solamente un cataclismo
podría modificar este orden de cosas, pero si el cataclismo no se
produce, por cualquier razón, es probable que se termine como
acabaron los habitantes originales de la Isla de Pascua, degradando
tanto su existencia que cuando los encontraron era incomprensible lo
que habían hecho.
La existencia de un mundo globalizado, que interviene a pesar de
nosotros en nuestras vidas, no lo hace hasta el punto de forzar el
cambio, sino, sólo, lamentablemente, para evitar el desorden. Sus
maravillas tecnológicas y científicas producen en nosotros la falsa
sensación de estar acompañando el movimiento del mundo, cuando en
realidad nos estamos quedando al margen.
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