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Mea Culpa

Enrique Vargas Peña

El "Mea Culpa" pronunciado por Juan Pablo II el domingo 12 de marzo pasado por los hechos - las cruzadas, la intolerancia, la evangelización forzosa, la persecución de los judíos - que denomina "errores" o "pecados" cometidos por la Iglesia es un gesto indudablemente valeroso y potencialmente beneficioso en la búsqueda de la unidad del cristianismo bajo la guía del Papado. El papa reconoció los extravíos de la Iglesia. El propósito de enmienda no llegó simultáneamente porque implica modificar el modo de funcionamiento de la venerada institución religiosa, algo que los hermanos del pontífice en el Episcopado no se muestran dispuestos a aceptar fácilmente.

Corrían los oscuros días del año 1070 cuando el papa Gregorio VII (1020-1085) enunció la doctrina que la Iglesia Católica Apostólica Romana mantuvo vigente e inalterada hasta el pasado domingo 12 de marzo: "La Iglesia nunca ha errado y jamás podrá errar, pues ha sido establecida por Dios", dogma confirmado en la Bula "Unam Sanctam" de Bonifacio VIII (1235-1303).

La doctrina gregoriana era resultado de diez siglos de debate teológico y acción histórica y representa la culminación lógica de la idea según la cual Jesús mismo fundó la Iglesia ("Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no provalecerán sobre ella. Todo lo que ates en la Tierra, en el Cielo será atado y todo lo que desates, será también desatado").

Siendo las palabras de Jesús tan claras, pocas dudas podía tener el papa Gregorio acerca de que, efectivamente, ni él ni la Iglesia que dirigía, podían equivocarse, pues si lo hicieran serían errores de Dios mismo, lo cual es contrario a la naturaleza divina (los dioses no yerran) y, por tanto, imposible.

La certidumbre de actuar en nombre y representación de Dios, libre, en consecuencia, de las dudas y riesgos que signan la acción humana, ya había llevado a la Iglesia a realizar numerosos actos que para los hombres eran odiosos e injustos pero para Ella eran obras necesarias de caridad.

"Insondables son los designios del Altísimo" decía, "Misteriosos los caminos del Señor", para explicar lo que a los ojos de los hombres era inexplicable, intolerable, insufrible, desde la persecución de los judíos por culpa colectiva y hereditaria en el "deicidio" (la muerte de Jesús, sin empacho de considerar que dicha muerte era la que cumplía las profecías que permitían la identificación del Mesías) hasta las penas, dispuestas por los obispos polacos, de arrancar los dientes a quienes violaran el ayuno pascual.

Aunque aquella doctrina estaba ya plenamente esbozada desde San Agustín (354-430), la formulación completa de la idea de "de la violencia caritativa" llegó con Santo Tomás de Aquino (1225-1274): era un acto de caridad predicar el evangelio de la salvación y, conociendo la verdad, era un acto de caridad imponerla, evitando la pérdida de almas que, de otro modo, hubieran ido directo al Infierno.

Este razonamiento era la base del proselitismo militante y militar del catolicismo, lo que le permitió convertirse en religión con más fieles nominales en Occidente. Las campañas militares de evangelización, como las cruzadas, la conquista de España o la colonización de América son los cimientos sobre los que se asienta el poder mundial del catolicismo.

La persecución de los judíos

"Abajo con el judío", San Basilio, Doctor de la Iglesia.

"Dos clases de humanos, los cristianos y los judíos, la luz y las tinieblas" San Agustín, Doctor de la Iglesia.

El odio de los cristianos hacia los judíos se nutre en la Biblia misma. San Pablo (3-62), en su Carta a los Hebreos, les declara relevados de la asistencia divina y en las epístolas de San Juan se les declara enemigos de Jesús.

San Justino (100-165) se congratula, de la destrucción de Israel y de la Diáspora y les califica de "ralea criminal". Desde entonces aparecieron numerosas epístolas "Contra judíos" - que así se denominaban los panfletos - entre los que son especialmente famosas las de Tertuliano (160-220), San Juan Crisóstomo (349-407), San Agustín, San Jerónimo (345-420) y San Isidoro de Sevilla (560-636).

La discriminación real empezó apenas los cristianos conquistaron el poder, en el golpe militar del 27 de octubre de 313, con el que Constantino (274-337) se convirtió en emperador de Roma. En el año 315 se estableció en el Imperio la pena de muerte para toda persona que se convirtiera al judaísmo; en el 369, para toda persona que se casara con un judío; en el 438 se prohibió a los judíos testar, ejercer cargos públicos, ejercer la abogacía y la carrera militar.

Los judíos fueron así convertidos en parias en todo el occidente cristiano, parias que además, fueron condenados a vivir en barrios cerrados (ghetos) y a sufrir periódicamente la violencia directa (progromos).

La perfección persecutoria llegó con los Reyes Católicos, Fernando de Aragón (1452-1516) e Isabel de Castilla (1451-1504), quienes a instancias de la Iglesia establecieron en España un método de segregación racial muy complejo, basado en aquella discriminación.

Toda persona debía probar en las causas civiles o en sus trámites oficiales, que era "puro", es decir sin sangre judía. A mayor pureza, mayores derechos. Así un individuo que probaba que todos sus bisabuelos eran "puros" gozaba de plenitud de derechos. Pero los "cuarterones", "tercerones" o "medios", denominaciones que recibían las personas según el número de sus ascendientes judíos, debían vérselas con el desprecio público.

Estas leyes estuvieron vigentes en España hasta 1810 y en América, en algunos casos, hasta 1870 (Paraguay). En Europa, las volvió a poner en vigencia, casi sin cambios, en 1934, Adolfo Hitler (1889-1945) que, además, realizó a partir de 1941, el mayor progromo de la Historia, el genocidio del pueblo judío, el Holocausto.

El cardenal arzobispo Adolf Bertram, primado de la Iglesia alemana, era un notorio simpatizante nazi, cuya felicitación del 10 de abril de 1942 a Hitler por sus "exitos", todavía resuena en la memoria de Alemania.

Hitler, bautizado católico, nunca fue excomulgado por su admirador, el papa Pío XII (1876-1958).

La evangelización forzosa

El proselitismo es una suerte de compulsión primigenia del catolicismo, que ha tomado las palabras de Jesús como una orden de conquistar el mundo.

El proselitismo en condiciones de independencia frente al gobierno puede incluso ser muy loable, porque las conversiones son siempre voluntarias y se basan, en general, en la capacidad de convencimiento del predicador.

Pero algo muy distinto sucede cuando el gobierno se convierte en instrumento del proselitismo, como sucedió con los gobiernos occidentales desde el año 313.

Desde ese año, la Iglesia ha usado, siempre que pudo, la fuerza coercitiva del Estado para imponer su credo por la fuerza. Llaman a esto "garantía pública de las libertades de la Iglesia". Así conquistó los inmensos territorios en los que hoy goza de predicamento.

El mundo romano fue convertido desde arriba, lo que no es lo mismo que desde el Cielo. La policía fue usada para abolir las antiguas religiones. Las cárceles se llenaron de personas con valor para mantener sus creencias. Las amenazas de confiscación de bienes y ostracismo social fueron el argumento más sólido de los cristianos para convencer a las personas acerca de las bondades de la fe católica.

Francia (496), los países germánicos (800), Hungría (1001), Ucrania (900), fueron convertidos al cristianismo por la fuerza, luego de que sus respectivos reyes alcanzaran con la Iglesia acuerdos por los que esta se comprometía a ejercer para ellos las mismas funciones que habia ejercido para los emperadores romanos.

Cuando se completó la conquista de Al-Andalus (España-1492), la Iglesia logró nuevos fieles amenazando a judíos y musulmanes con el exilio y la pérdida de sus bienes, a pesar de lo cual muchos, la mayoría de ellos, prefirió dejar todo antes que "recibir al Señor" de ese modo.

La evangelización de los pueblos de América (1492-1773) fue singularmente brutal. No solamente fueron esclavizadas las poblaciones autóctonas, sino que fueron sistmáticamente destruídas sus ciudades, sus culturas, hasta los recuerdos de sus creencias.

Los sacerdotes del papa destruyeron toda memoria de al menos cuatro alfabetos indígenas: el de los quéchuas, el de los mayas, el de los aztecas y, poco después, el de los habitantes de la Isla de Páscua.

Sobre ellos, elaboraron gramáticas basadas en el alfabeto latino, que permitía a los sacerdotes hablar los idiomas locales, pero impedía a los indígenas escribir en su propia lengua.

Los pueblos autóctonos eran así "reducidos" (de donde viene, por ejemplo, la expresión "Reducción jesuítica") a una adolescencia perpétua, permanentemente necesitada de tutela sacerdotal.

Una historia igualmente dramática es la de los pueblos polinesios, despojados de sus dioses a cañonazos (1840) y obligados a tomar el catolicismo como religión para evitar la cárcel.

Otro tanto se hizo en Africa y en Asia, aunque allí la resistencia fue mayor y los dioses brahmánicos y las enseñanzas de Buda (563-483AC) y Confucio (551-479AC) sobrevivieron exitosamente al asalto occidental.

El espíritu de la época

"...nosotros mismos somos los tiempos que corren; tal como seamos nosotros, así será nuestro tiempo" San Agustín, Sermón 80.8.

Entre las numerosas argumentaciones que esgrimen ya los católicos para tratar de minimizar los "pecados" de su Iglesia se destaca con particular fuerza la que sostiene que dichos crímenes se debieron a que en la época en que sucedieron eran moneda corriente, cosa normal, acciones que todos los poderosos hacían.

Pero entonces, dónde estaba Dios?

Siendo Dios, por definición, una entidad omnipotente, omnisciente, omnipresente, eterna y misericordiosa, cómo es que no pudo prever que en un momento esos hechos serían considerados criminales y cómo es que no pudo evitar que se hicieran en Su propio nombre?

O no tuvo Dios misericordia de las víctimas de Su Iglesia?

Pero además, cómo es que no iluminó a su Iglesia y sí iluminó a otros, que estaban fuera de ella?

En efecto, la misericordia, la piedad, el perdón, la reconciliación y, en fin, todas las virtudes que hubieran ahorrado a la Iglesia la comisión de tanto crimen, fueron predicadas por Sócrates (470-399AC), por Epicuro (341-270AC), por el mismo emperador Adriano (76-138), para no mencionar a Buda o a Confucio, y mientras Ella iluminaba Europa con el resplandor de las hogueras en que mataba a los disidentes, hubo muchos hombres poderosos que vivieron vidas decentes sin caer en el crimen.

Celso (siglo II), Luciano, Porfirio (siglo III) denunciaron, en tiempo y forma, el alma cruel del cristianismo. Nadie puede decir que no se advirtió lo que ocurriría.

De hecho, causa pena constatar que la Iglesia dejó de matar solamente porque fue obligada a ello por la fuerza, especialmente después de la Revolución Francesa (1789-1799), una revolución atea, realizada también contra el catolicismo, al que obligó a dejar de perseguir.

El argumento del "espíritu de la época" para justificar los crímenes o minimizarlos es una muestra de impotencia intelectual que ni siquiera el papa se atreve a argüir.

Las estructuras culturales e institucionales que condujeron a la Iglesia a la comisión de los crímenes por los que ahora se disculpó el papa siguen plenamente vigentes. El perdón no las ha cambiado. Nadie debería extrañarse de que ellas cnduzcan a la comisión de nuevos errores.

Los crímenes olvidados

El "mea culpa" del papa Juan Pablo II dejó de lado numerosos otros hechos del pasado que podrían haber sido incluídos por derecho propio en la lista de crímenes del catolicismo.

Enumerar a cada uno de los asesinados por la Inquisición es tarea imposible pues, aunque los obispados guardan seguramente los archivos que contienen los nombres de las víctimas de la intolerancia, es tan grande su número que ellos llenarían varios volúmenes.

Pero algunos merecen recordación, por los daños "adicionales" que sus muertes ocasionaron al género humano.

En 1564 fue condenado a la hoguera el médico Andrés Vesalio por haber realizado la autopsia de un cadaver y haber afirmado que al hombre no le faltaba la costilla con que Dios había creado a Eva.

El patrimonio monumental de la Humanidad también fue gravemente afectado por la acción de la Iglesia Católica. No solamente fueron destruídas por orden de la Iglesia ciudades enteras de América, como Tenochtitlán o Cusco, sino que la propia Roma fue demolida hasta sus cimientos entre los siglos V y XIV para construir con las piedras de antiquísimos, bellos y venerables templos los que ahora llenan la ciudad para la "mayor gloria de Dios".

Pecados actuales

Los cuestionamientos más severos sobre el pedido de perdón del papa se deben a que no hace mención de los pecados que actualmente está cometiendo la Iglesia, según sus acusadores, entre los que se encuentran teólogos como Hans Kung.

Se señalan la intolerancia eclasiástica contra los divorciados, a los que no se admite en la comunión, contra los disidentes, como Leonardo Boff, condenados a guardar silencio o a abandonar la Iglesia; contra los homosexuales, discriminados públicamente.

También se habla de la enorme responsabilidad que la Iglesia ha asumido en la cuestión del Sindrome de Inmunodeficiencia Adquirida (sida), al combatir furiosamente el uso de preservativos, único medio conocido de limitar la propagación de la epidemia, y restringir en todos los lugares donde puede hacerlo, la divulgación de elementos básicos de educación sexual que disminuirían el riesgo de infección.

Se acusa a la Iglesia, además, de estar implicada en manejos financieros oscuros, a través del Instituto de Obras de la Religión, que costaron al menos dos víctimas mortales (Roberto Calvi y Michele Sindona), que no han sido aclarados gracias a la acción directa de la Curia romana ante el Estado italiano.

Así mismo continúan los cuestionamientos a los daños que la moral impartida por la Iglesia causan, según los sicólogos, en la vida sexual de las personas.

Y en varios países del mundo, se denuncia la abierta participación de la Iglesia en diversos proyectos políticos "experimentales", en los que testea sus alternativas de acción.

El asesinato de una mujer

Alejandría, Egipto, fue, desde su fundación, tres siglos antes de Cristo, hasta el triunfo del cristianismo, seis siglos después, la capital del conocimiento occidental.

Allí existía una célebre universidad, la Biblioteca de Alejandría, que tenía entre sus misiones recopilar todos los escritos científicos producidos en el mundo mediterráneo.

Ya en pleno apogeo del cristianismo, en el año 412 fue elegido obispo de la ciudad, San Cirilo (376-444). El obispado de Alejandría era uno de los patriarcados cristianos (Constantinopla, Roma, Jerusalén, Antioquía) que gobernaban, en conjunto, la Iglesia.

Debido al pacto con Constantino (274-337) por el que había alcanzado el poder, la Iglesia disponía de parte de la administración judicial en el Imperio Romano y los obispos podían usar la fuerza pública.

San Cirilo no perdió tiempo. Apenas elegido, realizó el primer progromo de la historia contra los judíos, destruyendo sus casas, matando a los hombres y deportando al resto.

Inmediatamente dirigió sus odios contra la Biblioteca y contra una matemática, Hypatia (370-415), que, además, era mujer, cosa no tolerada por los cristianos, que no tenían en buena estima a las mujeres.

Hypatia fue asesinada por monjes nitrianos a las ordenes del santo obispo en 415, y la parte principal de la Biblioteca, el Serapeum, fue destruida.

Hypatia fue sacrificada porque los cristianos identificaban la ciencia y el conocimiento con el paganismo y su muerte marca el final de Alejandría como centro mayor del conocimiento de la Antigüedad.

Hypatia escribió comentarios sobre la Aritmética de Diofanto de Alejandría, la Cónica de Apolonio de Pérgamo y sobre el cánon astronómico de Ptolomeo.

Las escasas obras de la Biblioteca salvadas por traductores griegos, árabes y judíos fueron la base sobre la que en el siglo XVII, recién mil doscientos años después, Galileo, Kepler y Cavalieri resucitaron la ciencia.

Al asesinato de Hypatia y destrucción de la Biblioteca, seguió en 529, la clausura de las academias de Atenas, ordenada por otro devoto, el emperador Justiniano (483-565), con lo cual concluía la ciclópea obra de "evangelizar" la cultura que había iniciado San Pablo cuatro siglos antes.

"Los fósiles de Galileo y de Copérnico"

Los crímenes más famosos de la Iglesia son, tal vez, los que cometió contra Giordano Bruno (1548-1600) y Galileo Galilei (1564-1642).

Nicolás Copérnico (1473-1543) había descubierto un error en la Biblia: la Tierra no era el centro del sistema solar. Estaba a punto de ser procesado por la Inquisición cuando murió.

En base a trabajos de Copérnico, Giordano Bruno fue el científico que anticipó el desarrollo de la ciencia moderna, especialmente en lo referente a la magnitud del Universo, que describió como infinito, y a la pluralidad de los mundos habitados, cosas que también contradecían a la Biblia.

En mayo de 1592, Bruno fue denunciado ante la Inquisición por enseñar tales teorías y fue inmediatamente arrestado. En enero de 1593 fue trasladado a la prisión del "Santo Oficio" en Roma, donde permaneció preso durante los siete años que duró el juicio.

En febrero de 1600, el papa Clemente VIII en persona ordenó al tribunal inquisitorial condenar a Bruno y el 8 de febrero le fue arrancada la lengua (pena establecida por la Iglesia para los impenitentes) y luego fue quemado en

la hoguera (sanción eclesiástica para los herejes), en Campo Fiori.

Galileo estaba en senda parecida a la de Bruno en sus descubrimientos científicos y sus aportes son fundamentales para la física (teoría del movimiento), la astronomía (el telescopio) y las matemáticas (bases del método científico).

El telescopio ayudó a confirmar la teoría copernicana, según la cual la Tierra giraba alrededor del Sol.

Esto le condujo, como Bruno, a ser procesado por la Inquisición católica en 1633. La obra de Galileo fue de lectura prohibida para los católicos hasta 1835, lo que explica el atraso de los paises en los que la Iglesia tenía influencia.

Galileo sufrió un largo proceso, en el curso del cual fue obligado a abjurar de sus descubrimientos y sentenciado a cadena perpétua. Murió en prisión.

Salvo contadas excepciones, fue el último gran científico surgido en un país católico. A partir de su condena, el desarrollo de la ciencia se produjo, en general, en los países protestantes, que no perseguían a los investigadores.

Recién en 1992, Juan Pablo II pidió perdón por la injusticia cometida contra Galileo, aunque hasta ahora no ha hecho lo mismo con Bruno. Los fósiles de los mártires del conocimiento avergüenzan hasta hoy a la Iglesia.

"Honrados y honestos inquisidores"

El documento que contiene el "mea culpa" de la Iglesia fue redactado principalmente por el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la "Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fé" nombre que desde 1965 le otorgó el papa Pablo VI, del "Santo Oficio de la Inquisición".

Desde 1252, por autorización expresa del papa Inocencio IV, la Inquisición pudo torturar a sus presos.

La Iglesia nunca abolió su temido y tristemente célebre brazo policial, pero, dado que no puede ya matar, le cambió el nombre para hacerlo más aceptable.

No es extraño, en consecuencia, que el cardenal Ratzinger hiciera todo lo posible para evitar que sus antecesores en la función inquisitorial, entre los que cabe recordar a Tomás de Torquemada (1420-1498), Inquisidor General de España, fueran de alguna forma menoscabados por el "mea culpa" papal.

Así que el documento que pide perdón por crímenes que pudorosamente denomina "prácticas antievangélicas para la defensa de la fe", entre los que se cuentan quemar vivos a los disidentes, torturar a los detenidos, confinar, expropiar, exiliar a los diferentes, señala también que los encargados de tales "prácticas" actuaban con "honradez y con honestidad".

Con esa teoría, si Hitler actuó de buena fe, es decir creyendo honesta y honradamente que estaba obrando bien, no sería condenable.

La Inquisición católica es una de la páginas más negras en los anales de los crímenes humanos. Su objetivo era el peor que puede desear criminal alguno: el sojuzgamiento de la conciencia. Lo suyo es un delito imprescriptible de lesa humanidad y no condenarlo expresamente es hacerle apología.