Publicado
como Editorial del diario La Nación de Asunción-Paraguay
Todas
las sociedades civilizadas, sin excepción, han admitido que las
claves para un desarrollo sostenido son la libertad y el privilegio
del consumidor. Estos dos factores implican una profunda revisión de
lo que se venía admitiendo como verdad irrefutable hasta los años
sesenta, época en que el keynesianismo, dominante desde los Acuerdos
de Bretton Woods entró en crisis.
La
libertad significa no solamente la libertad política sino la libertad
económica. Y esto significa una reforma de los Estados organizados
sobre el modelo socialista o radical, de libertad política y
dirigismo económico. Esta reforma va desde el gobierno limitado y
controlado, sujeto a un chaleco de fuerza en lo relativo a gastos,
hasta la eliminación de todo monopolio u oligopolio, público o
privado, por la vía legislativa. Abarca pues toda la definición del
Estado.
El
privilegio al consumidor consiste también en una reforma profunda
del
Estado dirigista, ya que en éste, el consumidor estaba atado a las
necesidades del productor al que se consideraba indispensable
proteger.
Las
reformas, filosóficamente impecables, se hicieron prácticamente
indispensables al aparecer la red Internet, que globalizó la economía
sin posibilidad alguna que los gobiernos pudieran oponerse, de modo
que lo que se presentaba conveniente en la teoría se hizo
definitivamente irreversible en la práctica. Las dos primeras economías
mundiales que comprendieron esta nueva situación, las del Reino Unido
de la Gran Bretaña y los Estados Unidos de América, se fortalecieron
de tal manera que su poder tuvo inmediatas repercusiones políticas y
el socialismo total o comunismo quedó derrotado sin disparar
un solo proyectil.
De
inmediato todas las economías de los países civilizados, con mayor o
menor velocidad, se abrieron a las reformas y el socialismo pasó a
ser una especie extinguida. La libertad económica ya no se discute,
como tampoco se discute la redondez de la Tierra o la teoría del Big
Bang. Pero en los países del Tercer Mundo, el Estado dirigista,
prebendario, corrompido, ineficiente y perjudicial, se niega a morir.
En
el Paraguay la agonía del Estado dirigista implica la propia agonía
del pueblo paraguayo. En nombre de teorías hace tiempo muertas y
enterradas, se defiende un estado de cosas que impide a los paraguayos
progresar y enriquecerse.
Se
trata, es cierto, de una lucha estéril porque no tienen los
partidarios del Estado actual la menor posibilidad de triunfar, pero
es también una lucha que compromete el futuro de la sociedad
paraguaya.
En
realidad lo que está sucediendo en el Paraguay son los últimos
estertores de un sistema irremediablemente herido de muerte, que se
debate con ferocidad impidiendo que acceda el nuevo orden. Cuando más
tarde en desaparecer este sistema, peor será para los paraguayos.
Lamentablemente
la agonía del sistema se alarga porque no existe en el Paraguay una
elite organizada que le de forma orgánica al nuevo orden; lo que hay
son solamente voces aisladas y esfuerzos individuales.
Se
requiere la formación de un nuevo partido político, imbuido de las
nuevas ideas, capaz de transmitirlas con eficacia al pueblo, para
convertir en realidad la reforma.
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