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El caso venezolano

Enrique Vargas Peña

31 de mayo de 2000

 

          El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, despierta animadversión en los sectores conservadores de América Latina no solamente por ser un líder revolucionario, sino por su discurso sobre el neoliberalismo.

         Los conservadores parecen poco dispuestos a aprender de sus errores anteriores, numerosos.

         En primer lugar, el neoliberalismo tal como se ha aplicado en la práctica en América Latina es un desastre, una catástrofe descomunal que ha empobrecido a la región, agravando groseramente los peores aspectos de la vida latinoamericana.

         Las estadísticas, sea cual sea la fuente a la que se recurra, son constantes, uniformes y elocuentes: desde el inicio de la ola neoliberal la pobreza ha aumentado en lugar de disminuir, la marginalidad también, la violencia social también, la exclusión también.

         ¿Por qué?

         Porque bajo la denominación de neoliberalismo en América Latina se han repartido privilegios, tan costosos para la sociedad como las empresas públicas a las que reemplazaron.

         Salvo el caso de Chile, pero aún él con reservas, la ola neoliberal en América Latina ha consistido en montar enormes mecanismos de concentración de la riqueza mediante la creación de monopolios u oligopolios privados, concesiones de parcelas de mercado y, en fin, destrucción de las posibilidades de competencia allí donde las había.

         El neoliberalismo en América Latina no es, nunca fue y no tiene vocación de ser, parecido, semejante, o emparentado al “capitalismo popular” de Margaret Thatcher o Ronald Reagan, sino que es una mera reformulación del mercantilismo franco-español.

         Con esa reformulación han sido destruidos nuestros estados nacionales. No han sido reconvertidos, han sido destruidos. No son más eficaces para servir a nuestros pueblos, que los sostienen; son gendarmes de los privilegios otorgados en nombre de la reforma.

         Hay que ser demasiado obcecado, demasiado dogmático, para no ver las evidencias, que están por doquier.

         Chávez, pues, tiene completa razón para denostar contra el neoliberalismo que, en América Latina sí es un camino al infierno.

         En segundo lugar, pero con importancia idéntica, el discurso de Chávez sobre problemas económicos es accesorio para su revolución. Su revolución es, principalmente, política, y consiste en democratizar en sentido real a la sociedad venezolana.

         En eso, es semejante a la revolución de Jefferson y por eso mismo es una revolución importante, fundamental, para América Latina.

         Jefferson, y antes que él Locke, Montesquieu y Adam Smith, postularon la teoría de que el desarrollo de las naciones depende, antes que de cualquier otra cosa, de una vida institucional ordenada y que la vida institucional ordenada no se logra más que a través de mecanismos que garanticen la libertad y la participación políticas.

         Esa es, al fin y al cabo, la Revolución Americana de 1776 y la de Chávez es su pariente. Los conservadores no logran comprender esto o lo comprenden muy bien.

         Nadie serio podría descartar la posibilidad de que Chávez no sea un buen administrador y que, al final, su gobierno termine en el fracaso económico.

         Sin embargo, si la revolución tiene éxito, ella está estableciendo las bases que permitirán a los venezolanos corregir el rumbo, si resulta necesario.

         Pero la económica no es la revolución de Chávez. La revolución de Chávez es dar al pueblo venezolano, por primera vez en su historia, el protagonismo al que tiene derecho: “Con Chávez decide el pueblo”. Ese es el lema, y el alma, del proceso político venezolano.

         No es extraño que los conservadores teman a esa revolución. Deben temerle, porque si triunfa, habrá acabado con los privilegios que empobrecen a los pueblos de América, con las riquezas que unas pocas familias se llevan a Miami para dilapidar allí su terrible mal gusto.

 

 

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