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Nuevo orden

Enrique Vargas Peña 

30 de junio de 2001

        Slobodán Milosevic, ex presidente de Serbia, fue extraditado y está preso en Holanda a la espera de ser juzgado por un tribunal internacional.

        Milosevic es un personaje muy antipático. Al menos es lo que dicen de él en Occidente -como se autodenominan Estados Unidos y sus aliados-. Los norteamericanos han presentado al ex presidente serbio como una especie de delegado personal de Satanás en la Tierra. Así lo muestra día a día desde hace años la CNN, ese formidable instrumento de la acción exterior de la Casa Blanca.

        Milosevic está acusado de la comisión de crímenes de guerra y de delitos de lesa humanidad durante los diez años que lleva el proceso de desintegración de Yugoslavia, país balcánico formado en 1919 con la unión de Eslovenia, Croacia, Bosnia Herzegovina, Macedonia, Montenegro y Serbia.

        La unión de los eslavos del Sur (eso es lo que significa la palabra Yugoslavia) fue, en realidad, un invento de Occidente. Croatas y serbios tienen poco en común y muchas diferencias. Unos son católicos y protegidos de Alemania y otros son ortodoxos y protegidos de Rusia. Sus odios son tan antiguos como los que sienten entre sí los serbios y los bosnios, que son musulmanes protegidos de Turquía y estos y los croatas o los albaneses de Kosovo y los macedonios.

        De cualquier manera se hizo funcionar el experimento y el resultado fue que durante el largo gobierno del mariscal Tito, muchos serbios, croatas, bosnios o albaneses fueron a vivir a tierras que unos y otros consideraban propias, en la creencia de que Yugoslavia existiría para siempre.

        Pero nada es eterno y en 1991 aquellas antipatías casi olvidadas resurgieron con fuerza para poner en ridículo a los politólogos que proclamaban en Estados Unidos que el nacionalismo estaba muerto.

        Yugoslavia empezó entonces a desintegrarse en un mar de violencia y sangre pocas veces visto en el mismo corazón de una Europa que se cree la cúspide de la civilización.

        Nadie puede negar que las primeras atrocidades ocurridas con la excusa de la limpieza étnica en los territorios yugoslavos sucedieron en Croacia y que sus víctimas fueron los serbios de Eslavonia (no confundir con Eslovenia).

        Los serbios, que pretendían anexarse los territorios en los que habitaban sus connacionales en los demás países de la fenecida unión respondieron eligiendo como líder a Slobodán Milosevic, un político ex comunista que prometía protegerlos y construir una Gran Serbia.

        Milosevic fue un problema para Estados Unidos desde el principio y no por cuestiones morales.

        Su política implicaba un alineamiento con Rusia que amenazaba la naciente influencia norteamericana en la región que le había estado vedada durante la Guerra Fría (1945-1990).

        La desintegración de Yugoslavia había sido aprovechada por Occidente para intentar extender su imperio en la zona, logrando penetrar rápidamente en Eslovenia y Macedonia y encontrando favorable acogida en Bosnia y Croacia.

         La única nación que decidió otra cosa fue Serbia, que había optado por su tradicional alianza con Rusia.

        A partir de allí, los serbios se vieron enfrentados a una nueva realidad política que Milosevic se resistió tozudamente a aceptar: la globalización, el Nuevo Orden mundial.        

        El Nuevo Orden, nacido del triunfo de Estados Unidos sobre la Unión Soviética en la Guerra Fría y proclamado por George Bush padre con ocasión de la Guerra del Golfo Pérsico, se puede resumir en la desde entonces incesante expansión de la hegemonía norteamericana en el mundo.

        Como lo han comprobado los serbios en carne propia, la aceptación de la hegemonía norteamericana no es opcional. Una lluvia quirúrgica -Kennedy dixit- de balas los obligó a ponerse de rodillas a mediados de 2000.

        Vencida Serbia, está comprobando además que la hegemonía norteamericana puede ser tan dura como la de cualquier imperio: la Constitución, las leyes, los procedimientos y los tribunales locales le importan poco a Estados Unidos a la hora de perseguir y castigar a sus enemigos.

        Slobodán Milosevic lo entiende al fin perfectamente, pues está ya preso en Holanda a pesar de que el Tribunal Constitucional serbio había decretado la suspensión de los trámites de extradición del líder nacionalista.

        El Nuevo Orden humilla a sus adversarios como Roma mortificaba a los suyos. Ninguna arbitrariedad nueva, pues, bajo el sol.

    

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