Un nuevo, y grave, suceso de violencia, una serie de
balaceras entre
fuerzas policiales y supuestos maleantes en las inmediaciones
del Jardín
Botánico en las que perdieron la vida cinco personas, vino a
confirmar ayer el deterioro sostenido de las condiciones del orden público
en el país.
El mantenimiento del orden público es una de las funciones
esenciales de
los
poderes públicos. Los clásicos la definen como una de las que
explica y justifica la formación de un Estado.
Esta función no se limita a la creación de una fuerza de
policía dotada de
lo
necesario para cumplir eficientemente la tarea que se le encomienda,
sino también al sostenimiento de unas bases políticas, económicas,
sociales y culturales mínimas que desalienten las conductas
disociantes.
Es evidente para cualquier ciudadano que el Estado paraguayo
es cada vez menos capaz de realizar cualquiera de los dos aspectos
señalados.
El gobierno administra tan mal los recursos que las fuerzas
policiales han
quedado
completamente rezagadas con respecto a las necesidades en cuanto a
la
calificación de su personal, sus métodos operativos, su aparato de
inteligencia y su equipamiento.
Con respecto al aparato de inteligencia cabe señalar que,
además, existe la presión de elementos del gobierno para volver a
convertirlo en un instrumento político, sacrificando la investigación
de delitos.
En cuanto a las bases políticas, económicas, sociales y
culturales mencionadas, los ejemplos que a lo largo de los dos últimos
años han brindado los tres poderes del Estado, con escándalos que
incluyen la compra de autos mau por la Presidencia de la República
o las filmaciones de magistrados judiciales pidiendo coimas, son
sencillamente disolventes.
Ninguna sociedad puede evitar su derrumbe, y el consecuente
auge de la delincuencia, si el Estado está minado por la corrupción
como en el Paraguay.
Lamentablemente nada de lo que las autoridades hacen permite
abrigar esperanzas de cambio en la dramática situación que vive el
país.
Impotentes, ellas solamente atinan a responder con violencia
cada vez menos precisa a la violencia delictiva, en una espiral que
no se detendrá hasta alcanzar a todos los sectores de la vida
nacional.
La muerte a tiros de delincuentes en la calle difícilmente
puede ser considerada una victoria. Antes bien es la admisión del
fracaso en frenar la inseguridad allí donde ella se nutre
verdaderamente: en la quiebra moral del Estado.
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