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Inseguridad y violencia

Enrique Vargas Peña 

29 de marzo de 2001

        Un nuevo, y grave, suceso de violencia, una serie de balaceras entre  fuerzas policiales y supuestos maleantes en las inmediaciones del Jardín  Botánico en las que perdieron la vida cinco personas, vino a confirmar ayer el deterioro sostenido de las condiciones del orden público en el país.

        El mantenimiento del orden público es una de las funciones esenciales de

los poderes públicos. Los clásicos la definen como una de las que explica y justifica la formación de un Estado.

        Esta función no se limita a la creación de una fuerza de policía dotada de

lo necesario para cumplir eficientemente la tarea que se le encomienda, sino también al sostenimiento de unas bases políticas, económicas, sociales y culturales mínimas que desalienten las conductas disociantes.

        Es evidente para cualquier ciudadano que el Estado paraguayo es cada vez menos capaz de realizar cualquiera de los dos aspectos señalados.

        El gobierno administra tan mal los recursos que las fuerzas policiales han

quedado completamente rezagadas con respecto a las necesidades en cuanto a

la calificación de su personal, sus métodos operativos, su aparato de inteligencia y su equipamiento.

        Con respecto al aparato de inteligencia cabe señalar que, además, existe la presión de elementos del gobierno para volver a convertirlo en un instrumento político, sacrificando la investigación de delitos.

        En cuanto a las bases políticas, económicas, sociales y culturales mencionadas, los ejemplos que a lo largo de los dos últimos años han brindado los tres poderes del Estado, con escándalos que incluyen la compra de autos mau por la Presidencia de la República o las filmaciones de magistrados judiciales pidiendo coimas, son sencillamente disolventes.

        Ninguna sociedad puede evitar su derrumbe, y el consecuente auge de la delincuencia, si el Estado está minado por la corrupción como en el Paraguay.

        Lamentablemente nada de lo que las autoridades hacen permite abrigar esperanzas de cambio en la dramática situación que vive el país.

        Impotentes, ellas solamente atinan a responder con violencia cada vez menos precisa a la violencia delictiva, en una espiral que no se detendrá hasta alcanzar a todos los sectores de la vida nacional.

        La muerte a tiros de delincuentes en la calle difícilmente puede ser considerada una victoria. Antes bien es la admisión del fracaso en frenar la inseguridad allí donde ella se nutre verdaderamente: en la quiebra moral del Estado.

 

    

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