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Reclamo eclesiástico

Enrique Vargas Peña

27 de setiembre de 2000

  

   

La Iglesia ha cuestionado al Poder Judicial en los términos más claros posibles. Ha dicho que es necesaria una nueva generación de jueces, señalando tácitamente que la actual no satisface a la sociedad.

         El Poder Judicial paraguayo es la explicación y la clave para entender muchas de las peores cosas que están ocurriendo en el país, pues funciona como garantía de la impunidad antes que como instrumento de justicia.

         Esto no es un accidente y, de hecho, hubimos algunos que lo advertimos cuando se estaba gestando la “reforma” del Poder Judicial, entre los años 1992 y 1995.

         Esta “reforma” estableció una administración judicial corporativa, dominada por dos de las corporaciones con mayor espíritu de cuerpo del Paraguay, la de los políticos y la de los abogados, corporaciones que, además, están integradas en gran medida por las mismas personas.

         Esto significa que las decisiones más importantes que pueden ser sometidas al Poder Judicial paraguayo estarán siempre sometidas a los intereses de los abogados y los políticos y como ambos grupos dominan también la administración pública, se observa con facilidad que ellos, los abogados y los políticos son jueces de sus propios casos.

         Y, en general, nadie que sea juez de su propio caso, se condena.

         El Poder Judicial paraguayo funciona mal para el resto de la sociedad (los índices de lenidad son los más altos de América Latina), porque su función es favorecer a las corporaciones hegemónicas.

         Esa es la razón que explica por qué sus fallos han alcanzado simas aberrantes.

         La Iglesia puede realizar una contribución decisiva a cambiar ese orden de cosas y es lamentable que no haya empezado antes su prédica sobre este asunto fundamental de la vida social. 

 

 

 

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