La
Iglesia ha cuestionado al Poder Judicial en los términos más claros
posibles. Ha dicho que es necesaria una nueva generación de jueces,
señalando tácitamente que la actual no satisface a la sociedad.
El Poder Judicial paraguayo es la explicación y la clave para
entender muchas de las peores cosas que están ocurriendo en el país,
pues funciona como garantía de la impunidad antes que como
instrumento de justicia.
Esto no es un accidente y, de hecho, hubimos algunos que lo
advertimos cuando se estaba gestando la reforma del Poder
Judicial, entre los años 1992 y 1995.
Esta reforma estableció una administración judicial
corporativa, dominada por dos de las corporaciones con mayor espíritu
de cuerpo del Paraguay, la de los políticos y la de los abogados,
corporaciones que, además, están integradas en gran medida por las
mismas personas.
Esto significa que las decisiones más importantes que pueden
ser sometidas al Poder Judicial paraguayo estarán siempre sometidas a
los intereses de los abogados y los políticos y como ambos grupos
dominan también la administración pública, se observa con facilidad
que ellos, los abogados y los políticos son jueces de sus propios
casos.
Y, en general, nadie que sea juez de su propio caso, se
condena.
El Poder Judicial paraguayo funciona mal para el resto de la
sociedad (los índices de lenidad son los más altos de América
Latina), porque su función es favorecer a las corporaciones hegemónicas.
Esa es la razón que explica por qué sus fallos han alcanzado
simas aberrantes.
La Iglesia puede realizar una contribución decisiva a cambiar
ese orden de cosas y es lamentable que no haya empezado antes su prédica
sobre este asunto fundamental de la vida social.
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