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Fracaso católico

Enrique Vargas Peña 

02 de mayo de 2001

El embajador (nuncio apostólico) del jefe de la Iglesia Católica Romana, Antonio Lucibello, realizó días atrás una crítica explícita a los institutos de enseñanza que el catolicismo regentea en el Paraguay.

La crítica del nuncio es el primer reconocimiento, al menos el primero que yo recuerde, del fracaso de la escuela confesional cristiana en difundir la clase de valores morales que hacen posible la existencia de una sociedad mínimamente decente.

Los católicos, que son los dueños del proceso de formación de la elite paraguaya desde 1537, han fracasado en dotar al país de una dirigencia capaz de funcionar moralmente y de proyectar un modelo ético al resto de la sociedad.

Lucibello lo ha reconocido ahora pero el fracaso ha estado en evidencia desde hace bastante tiempo.

Es duro decirlo, pero la elite paraguaya es tan disoluta que pocos de sus integrantes muestran reparos en apoyar fraudes electorales, en aplaudir públicamente violaciones del debido proceso o en alentar abiertamente la aplicación del principio de obediencia debida como se ha visto hasta el hartazgo en la persecución que mantiene contra el oviedismo.

Incluso los valores que supuestamente interesan más al cristianismo, pero que son parte de cualquier sistema moral medianamente serio, son pisoteados asiduamente por la elite paraguaya.

En ella creen que es normal violar matrimonios, lastimando así a los hijos, o vivir traicionando todo amor, toda amistad, todo pacto. "Todo el mundo lo hace" dicen, para agregar inmediatamente que, a pesar de eso, son "buenos tipos".

El catolicismo ha fallado lamentable y catastróficamente en hacer ver que quien desea a la mujer de su prójimo no duda en apoderarse de los bienes ajenos.

El Paraguay no está en la patética situación en que se encuentra por accidente, ni por voluntad de alguna deidad disgustada. No. Los paraguayos estamos pagando las consecuencias de haber admitido que nuestra formación moral permanezca indefinidamente en manos de una institución, la Iglesia Católica, que ha sido negligente en la tarea que Ella misma se ha arrogado.

Como es dolorosamente evidente en estos momentos, los valores morales no son meros recursos retóricos al servicio del sermón dominical de alguno que otro cura.

Los valores morales son la piedra angular del contrato social y sin ellos no son posibles, sencillamente, la libertad y el progreso. Una sociedad sumida en la amoralidad no puede proporcionar justicia.

El embajador Lucibello no debe detenerse en la crítica que realizó. El tiene el poder necesario para apartar a la Iglesia Católica del Paraguay de las inmoralidades tan flagrantes de las que ha sido cómplice: el fraude electoral o la instrumentación del Poder Judicial, para citar los casos más escandalosos.

Si la Iglesia no empieza a dar ejemplos en vez de discursos huecos para rescatar a la elite paraguaya del lodazal en que se revuelca, la ciudadanía deberá empezar a pensar seriamente en reemplazar al catolicismo.

 

    

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