Hace
casi ocho siglos, un grupo de ingleses se reunió en los campos de
Runnymade, para presentar al jefe del Estado, Juan Sin Tierra,
un petitorio.
Juan Sin Tierra había elevado permanentemente los
impuestos para hacer frente a los gastos crecientes que su
administración realizaba y planeaba elevarlos una vez más cuando le
fue presentado el petitorio.
Este se resumía en una frase sencilla y monumental: no habrá
contribución sin representación.
Tan sencilla que no requiere explicación. Nadie puede ser
obligado a pagar gastos con los que no está de acuerdo; el
consentimiento del que paga es esencial para incurrir en el gasto.
Tan monumental que el petitorio se conoce hoy como la Carta
Magna.
Esto que los ingleses dijeron en 1215 es el cimiento de la
democracia moderna y, más que un principio, es un enunciado sobre la
conducta de las sociedades humanas con respecto a sus gobiernos.
En efecto, aunque hay otros factores que influyen en la cuestión,
como la honestidad de los administradores públicos, existe una relación
íntima entre la voluntad de contribución de la gente y su
participación en las decisiones que determinan los gastos que serán
pagados con ella.
A menor participación, menor contribución.
Esto explica el nivel tradicionalmente elevado de la evasión
fiscal en el Paraguay: no solamente hay una deshonestidad endémica en
la administración de los bienes públicos, sino que hay,
principalmente, escasa participación de la gente en la toma de
decisiones relativas a los gastos en que será usado su dinero.
Los breves periodos en que los ciudadanos paraguayos tuvieron
libertad no fueron lo suficientemente prolongados como para producir
un sistema de representación genuino. La sociedad paraguaya estuvo
siempre, pues, tanto en los periodos autoritarios como en los que gozó
de libertad, bajo la tutela de pequeñas tribus políticas instaladas
sobre ella.
En el Congreso de la Nación paraguaya nunca hubo, realmente,
representantes del pueblo, aunque sí, claro, diputados de los
partidos políticos mientras hubo libertad o delegados de los mandones
de turno, cuando no la hubo.
La gente tiene, entonces, reticencia legítima a entregar parte
de sus bienes a administradores en los que no confía.
Esa reticencia no se desactiva creando nuevos impuestos, ni
reformulando los existentes.
Para desactivar esta reticencia es necesaria la legitimidad del
gobierno, aunque la legitimidad sola tampoco es suficiente. También
se requiere honestidad pero, sobre todo, es imperativa una condición
sin la que no habrá arreglo definitivo: un sistema electoral que
garantice una representación genuina del pueblo.
Si la gente puede elegir directamente a sus representantes, sin
intermediarios y, una vez elegidos, controlarlos también en forma
directa y a intervalos breves y periódicos, entonces, y sólo
entonces, se podrá decir que los paraguayos tenemos poder de decisión
sobre los gastos que nos obligan a pagar.
Mientras tanto, el Paraguay del año 2000 no difiere mucho de
la Inglaterra anterior a 1215. |