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Administración judicial

Enrique Vargas Peña

24 de octubre de 2000

 

           Es hasta cierto punto admirable la manera en que muchos de los regímenes más dañinos para los países donde imperan hayan logrado hacerse reconocer internacionalmente mediante el expediente de presentar sus poderes como resultado de pronunciamientos judiciales.

         Ha ocurrido en Perú, ha ocurrido en Serbia y, lamentablemente, ha ocurrido en Paraguay.

         La opinión pública occidental tiende a creer que los jueces de todos los países son semejantes a los magistrados ingleses o norteamericanos y que aquellos se mueven en marcos legales e institucionales equivalentes a los anglosajones.

         Sin embargo, la realidad es muy distinta.

         El marco institucional en que se deben desenvolver los jueces paraguayos es particularmente distinto al que circunscribe a los anglosajones. Es contrapuesto.

         En primer lugar se ha establecido sobre ellos un sistema que garantiza, sino su sumisión, al menos su buena disposición frente a las ideas que los políticos tienen sobre lo que debe hacerse en tal o cual caso que les interese de manera especial.

         El Consejo de la Magistratura, encargado de nombrarlos, y el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, encargado de sancionarlos, son organismos establecidos en la Constitución de 1992 con el deliberado propósito de asegurar para los partidos políticos el control sobre el Poder Judicial paraguayo.

          Ambos organismos están integrados por representantes corporativos de diversos gremios, pero preservando al de los políticos una mayoría decisiva.

         En segundo lugar, el sistema legal otorga a los jueces que deben trabajar en las condiciones mencionadas un margen tan amplio de discrecionalidad en la aplicación de la ley que resulta sencillamente imposible controvertir dentro del sistema cualquier medida arbitraria que para satisfacer reclamos de los políticos deban tomar los magistrados.

         Es así que han recibido sanción judicial arbitrariedades tan obvias como la designación del senador González Macchi hasta el año 2003 (cuando debería haber sido solamente hasta julio de 1999, de acuerdo a la Constitución) o la legalización de los tribunales especiales en el caso que se siguió a Lino Oviedo en 1997.

         Pero además, los magistrados paraguayos se han formado en una sociedad moralmente quebrada, que no valora, o desalienta directamente el ejercicio de la ética.

         No se trata de que los jueces paraguayos sean humanamente peores que los anglosajones. Los hay incluso mejores. Se trata de vivir en un medio que exige, para mantenerse recto, esfuerzos muy, pero muy superiores a los que exigen las sociedades de habla inglesa.

         Con eso se explica no solamente el actual estado lamentable de la administración de Justicia en Paraguay, sino el fracaso de la reforma que pretendió evitar los males que finalmente produjo.      

 

 

   

 

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