La ley del presupuesto general de gastos es, como todo el mundo
sabe,
la
pieza legislativa central de cada año. Ella determina, nada menos,
el nivel de contribución que los habitantes del país tienen que
dar para sostener los gastos del Estado.
En una democracia esa contribución es decidida por los
propios habitantes, que alientan a sus representantes a votar un
cierto nivel de
contribución y
no otro.
Para saber realmente si un país es verdaderamente democrático
o no, lo primero que hay que ver es si la gente sabe lo que están
votando sus supuestos representantes en la ley del presupuesto. Si
lo sabe, aunque no esté de acuerdo, hay democracia. Si no lo sabe,
no hay democracia, pues es evidente que el sistema de representación
no funciona.
En nuestro país, los señores diputados acaban de aprobar un
proyecto de
presupuesto general que tiene tres problemas, por lo menos: eleva
los gastos de una manera significativa sin considerar los ingresos,
no atiende los campos que necesitan ser atendidos y contiene un
mensaje moral absolutamente deletéreo.
Esto significa, lisa y llanamente, que el proyecto aprobado
por los diputados nada tiene que ver con los deseos, y mucho menos
con las necesidades, del pueblo paraguayo y delata, por tanto, el
absoluto divorcio que existe entre los honorables miembros del
Congreso y sus supuestos, sólo supuestos, representados.
Si hacía falta alguna prueba definitiva de que nuestro país
no goza de un sistema democrático - y no la hacía - la media sanción
del presupuesto 2001 es contundente.
El presupuesto aprobado contiene erogaciones que, sin
importar la capacidad de recaudación del fisco, impondrán sobre
todos los habitantes del Paraguay mayor contribución, ya por la vía
inflacionaria, ya por la vía recesiva.
Sin contar con los daños que ocasiona a la vida
institucional la percepción acerca de la moral pública que el
proceso presupuestario está generando en la opinión pública,
todos los habitantes del Paraguay dispondremos de menos dinero en
nuestros bolsillos, y por tanto de menos libertad para decidir
nuestras prioridades de gasto, porque el gobierno desea consumir más.
Seremos más pobres para que los diputados sean más ricos.
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