Es notable el espectáculo de los seres humanos sometidos a
la presión del poder, espectáculo observado desde la antigüedad por
los estudiosos de los problemas institucionales de la sociedad y
aprovechado, en general, por los políticos.
Los políticos, con la excepción de los que llegan al grado
de estadistas, que no son muchos, se aprovechan de las tácticas para
acumular poder y les es una materia completamente indiferente la de qué
hacer con el poder, salvo retenerlo el mayor tiempo que sea posible al
costo que sea necesario.
Octavio apareció en la historia de la República Romana en
un momento crítico. Las instituciones que los fundadores de la República
habían establecido en el año 243 de su fundación estaban
naufragando ante la embestida de las marejadas provocadas por las
luchas entre demócratas y conservadores.
Políticos como Cayo Mario, del partido demócrata, y
Cornelio Sila, del partido conservador, habían socavado gravemente la
Constitución hasta el punto de destruir sus mecanismos de acceso y
renovación al poder, lo que generaba un permanente peligro de guerra
civil. La guerra era, en efecto, el único modo efectivo para decidir
quién debía dirigir al Estado.
César, del partido demócrata, no solamente había llegado a
la cúspide tras una sangrienta y prolongada guerra, sino que había
decidido que el mejor remedio para la República era suprimirla, lisa
y llanamente.
Los conservadores, (Bruto, Casio, Cinna, etc.) estaban
disconformes y decidieron a su vez que el mejor remedio para oponerse
a César era matarlo.
Ni el primero ni los segundos lograron superar los límites
que caracterizan y definen al político, y terminaron por sumir a Roma
en un proceso sin retorno, lento pero sin retorno, hacia la cosa
totalitaria que terminó de tomar forma en el año 1058 de su fundación,
bajo el gobierno de Diocleciano.
Octavio se hizo cargo de asentar las bases de este proceso,
mediante el uso de una interpretación aviesa de la Constitución,
impuesta por la simple fuerza de las armas.
Era un gran táctico para acumular poder y le era
absolutamente indiferente cualquier asunto que no fuera retenerlo el
mayor tiempo que fuera posible al costo que fuera necesario.
Desde su puesto de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas
(Imperator), obtuvo de un Senado del que habían sido borrados los
opositores, el poder formal del tribunado (Tribunicia Potestas), es
decir, el derecho a proponer legislación o a vetarla.
Sumó a estos el de presidente del Senado (Princeps) y Sumo
Pontífice, desde los cuales se encontró en posición de dirigir la
vida romana en todos sus aspectos relevantes.
Poner la vida y la hacienda de los ciudadanos en una situación
condicional, sometiéndolas a su arbitrio, fue la reforma fundamental
de Octavio.
Había logrado la suma del poder público como nunca antes la
había alcanzado nadie desde la proclamación de la República, más aún
considerando que había disfrazado todo esto con las formalidades de
la institucionalidad republicana.
El efecto sobre los romanos fue auténticamente deletéreo.
En menos de diez años, fueron reducidos a ser un grupo de
comadronas confundiendo sus chismes de cocina con la actividad pública.
Quince años más tarde nadie se atrevía ya a contradecir en público
los puntos de vista oficiales. Veinte años después se consideraba un
mérito recibir alguna gracia del déspota y luego fue natural aceptar
que la vida y la hacienda de las personas se encontrasen completamente
a disposición del poder.
Donde antes había ciudadanos, ahora habían solamente
abyectos.
Así aparecieron personas como Calígula o Domiciano o Cómodo.
U otras que, bien intencionadas, no lograron revertir el proceso, como
Tiberio o Vespasiano o Nerva o Adriano.
Cuando los seres humanos pierden independencia vital, cuando
su futuro y el de sus seres queridos dependen de la buena voluntad de
terceros, o de ajustar sus conductas e incluso sus creencias a lo que
esos terceros pretenden o desean, se mata la libertad y mueren las Repúblicas.
En Perú está sucediendo eso mismo ahora, con Fujimori. En
Paraguay ocurrió con Stroessner y está volviendo a suceder hoy, con
los Argaña.
La vocación totalitaria de las fuerzas wasmosistas no se
observa sólo, ni siquiera principalmente, en las violaciones de
derechos humanos o en las de la Carta Política de 1992 (2745 de la
fundación de Roma), sino en la extorsión subterránea que pretende
doblegar voluntades controlando los salarios.
Los desafíos que los políticos pueden presentar a una
Constitución determinada, los riesgos de guerra civil que dichos
desafíos conllevan, son poca cosa comparados con el riesgo de
hacerles frente sin saber en verdad por qué se está luchando y cuáles
serán las consecuencias finales de la lucha.
Esto no obsta para mantener el necesario cuidado que
requieren los problemas inmediatos, que casi siempre son los que
determinan la victoria o la derrota de una causa.
La
lucha por la libertad no puede, pues, limitarse a la proposición de
determinados programas elaborados para superar la presente coyuntura,
sino que debe, imperiosamente, estar destinada a establecer garantías
sólidas y prácticas, no solamente teóricas, para que cada ciudadano
paraguayo obtenga y mantenga aquella independencia vital que la
libertad requiere.
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