Entre
las numerosas cosas deleznables que vive reeditando el régimen
surgido en marzo de 1999, quizá la peor sea la práctica de
violentar el derecho de la gente a llevar una vida decente,
invitando impúdicamente a todo el mundo a corromperse para poder
cubrir sus cuentas.
Por
allí andan los capos vocablo muy apropiado otorgando
prebendas a sus amigos, con la plata del pueblo: presentate a tal
licitación, inscribite en tal registro, decile a tu hermano que
venga también, y yo me encargo de que liguen el contrato.
Las
personas atrapadas de modo semejante se encuentran impelidas a
descender al lodazal y revolcarse con aquellos despreciables
funcionarios que usan el dinero del pueblo para corromper.
Los
corruptos logran con eso dos objetivos: extienden su clientela política
y disminuyen el número de quienes puede criticarlos. Si toda lo
sociedad queda envuelta, tanto mejor.
Es
el precio de la paz.
Esta
paz reeditada por el régimen, tiene dos efectos perversos.
El
primero es la destrucción de la base moral de la sociedad. El
gobierno trata de convertirnos a todos en lo mismo que es él.
Quiere igualarnos a todos en el robo, el negociado, la porquería.
Hasta Luis Alfonso Resk, voz de la extinta ética nacional,
está denunciado debido a que parientes suyos trabajan para Juan
Carlos Wasmosy.
Ante
nada se detienen los corruptos. En efecto, si tienen que entrar en
las familias, separarlas, destruirlas, no hesitan en lo más mínimo.
Por
miles, familias de antiguo buen nombre, están mudas, ciegas y
sordas porque algún yerno, cuñado, nieto o suegra viven ya del
Erario.
Han
vuelto a hacer del Paraguay un país de mafiosos, en el que lo
normal es la indecencia y la honestidad es estupidez.
Han
logrado un país en el que se dice simplemente todo el mundo lo
hace, para exculpar a los prevaricadores, a los traficantes de
influencias.
El
segundo es la quiebra económica. Una sociedad que debe cargar con
los sobrecostos implícitos en la corrupción no puede,
sencillamente, competir. Se atrasa cada vez más. La riqueza se
concentra y la pobreza se expande.
El
caso del Dr. Cástulo Franco, padre del vicepresidente de la República,
Julio César Franco, es el botón de muestra: el ministro Euclides
Acevedo regala a su viejo amigo Franco, sin más razón que esa
amistad, un salario innecesario que hace pagar al pueblo.
Multiplíquese
ese caso por miles y se verá el costo de la amistad oficial.
Así se explica el déficit y la deuda pública que nos empobrecen.
Itaipú,
Yacyretá, los entes autárquicos, las reparticiones públicas, los
programas de asistencia, los municipios, los departamentos, todos se
administran más o menos con la misma política, esclavizando las
conciencias de un creciente número de víctimas cuya complicidad o
silencio garantizan más y más impunidad y riqueza a los
victimarios.
Lo
peor no es tanto que este camino nos lleva rápidamente a ser un
nuevo Haití, sino que no hay salida fácil de este círculo
vicioso: ¿cómo decirle a un pariente querido que lo que hace es
una indecencia y que para que el país cambie él debe renunciar a
su ingreso malhabido?
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