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El precio de la paz

Enrique Vargas Peña 

14 de enero de 2001

   

Entre las numerosas cosas deleznables que vive reeditando el régimen surgido en marzo de 1999, quizá la peor sea la práctica de violentar el derecho de la gente a llevar una vida decente, invitando impúdicamente a todo el mundo a corromperse para poder cubrir sus cuentas.

Por allí andan los capos – vocablo muy apropiado – otorgando prebendas a sus amigos, con la plata del pueblo: “presentate a tal licitación, inscribite en tal registro, decile a tu hermano que venga también, y yo me encargo de que liguen el contrato”.

Las personas atrapadas de modo semejante se encuentran impelidas a descender al lodazal y revolcarse con aquellos despreciables funcionarios que usan el dinero del pueblo para corromper.

Los corruptos logran con eso dos objetivos: extienden su clientela política y disminuyen el número de quienes puede criticarlos. Si toda lo sociedad queda envuelta, tanto mejor.

Es “el precio de la paz”.

Esta “paz” reeditada por el régimen, tiene dos efectos perversos.

El primero es la destrucción de la base moral de la sociedad. El gobierno trata de convertirnos a todos en lo mismo que es él. Quiere igualarnos a todos en el robo, el negociado, la porquería.

         Hasta Luis Alfonso Resk, voz de la extinta ética nacional, está denunciado debido a que parientes suyos trabajan para Juan Carlos Wasmosy.

Ante nada se detienen los corruptos. En efecto, si tienen que entrar en las familias, separarlas, destruirlas, no hesitan en lo más mínimo.

Por miles, familias de antiguo buen nombre, están mudas, ciegas y sordas porque algún yerno, cuñado, nieto o suegra viven ya del Erario.

Han vuelto a hacer del Paraguay un país de mafiosos, en el que lo normal es la indecencia y la honestidad es “estupidez”.

Han logrado un país en el que se dice simplemente “todo el mundo lo hace”, para exculpar a los prevaricadores, a los traficantes de influencias.

El segundo es la quiebra económica. Una sociedad que debe cargar con los sobrecostos implícitos en la corrupción no puede, sencillamente, competir. Se atrasa cada vez más. La riqueza se concentra y la pobreza se expande.

El caso del Dr. Cástulo Franco, padre del vicepresidente de la República, Julio César Franco, es el botón de muestra: el ministro Euclides Acevedo regala a su viejo amigo Franco, sin más razón que esa amistad, un salario innecesario que hace pagar al pueblo.

Multiplíquese ese caso por miles y se verá el costo de la “amistad” oficial. Así se explica el déficit y la deuda pública que nos empobrecen.

Itaipú, Yacyretá, los entes autárquicos, las reparticiones públicas, los programas de asistencia, los municipios, los departamentos, todos se administran más o menos con la misma política, esclavizando las conciencias de un creciente número de víctimas cuya complicidad o silencio garantizan más y más impunidad y riqueza a los victimarios.

Lo peor no es tanto que este camino nos lleva rápidamente a ser un nuevo Haití, sino que no hay salida fácil de este círculo vicioso: ¿cómo decirle a un pariente querido que lo que hace es una indecencia y que para que el país cambie él debe renunciar a su ingreso malhabido?  

  

    

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