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Retórica y responsabilidad

Enrique Vargas Peña

12 de diciembre de 2000

 

        Como todos los años desde hace mucho tiempo, los diarios de los 9 de diciembre vienen llenos de admoniciones formuladas por los obispos de la Iglesia Católica desde los altares de Caacupé. Y como todos los años desde hace mucho tiempo, con dichas admoniciones nada cambia.

        ¿Se trata de un ejercicio de evasión? ¿Suponen los obispos que por declamar furibundos discursos contra los políticos obtienen alguna forma de indulgencia celestial que les redime de sus propios actos?

        Las amonestaciones episcopales de Caacupé 2000 fueron para la corrupción en el gobierno. Los obispos condenaron de palabra una corrupción cuya construcción, sin embargo, protagonizaron.

        En efecto, todo el mundo sabe que la Iglesia Católica fue parte decisiva en el proceso que culminó con la instalación del actual sistema de gobierno, un sistema que reemplazó la transición a la democracia por la abolición de la separación de poderes y de la participación popular en la formulación y administración de las políticas públicas que ahora imperan.

        Nadie olvida las febriles diligencias que para cambiar el sistema de gobierno que el Paraguay buscaba desde 1989 realizaron el Nuncio Apostólico, el obispo Cuquejo, monseñor Medina, monseñor Yegros, los curas Cristóbal López, Humberto Villalba, Francisco Oliva, el movimiento Schönstatt y otros apéndices del catolicismo local.

        Cualquier estudiante del bachillerato humanístico sabe que al abolir la separación de poderes y restringir la participación popular en el gobierno, se ponen en acción los axiomas de Lord Acton sobre el poder (“el poder tiende a concentrarse”, “el poder tiende a corromper”, “el poder absoluto tiende a corromper absolutamente”).

        La acción de la Iglesia contribuyó a establecer, y contribuye a mantener, el sistema que ahora sufrimos los paraguayos. Sus discursos para, supuestamente, condenar los frutos de ese sistema son, a estas alturas, una muestra de ignorancia o de cinismo acerca de la naturaleza del poder.

        La Iglesia Católica, que además es responsable de la inmoralidad que padecemos pues Ella “formó e informó” al Paraguay, debería hacer un esfuerzo por hacer lo que pide que otros hagan: ser honesta con el país que le da sustento.

        Es muy fácil dar lecciones a los demás. Lo difícil es practicarlas uno mismo.

        Si los obispos católicos quieren realmente contribuir con el combate a la corrupción, entonces deben trabajar por restablecer el orden constitucional de la transición a la democracia, exigiendo la reintegración de los senadores presos o excluidos y el fin de la persecución y la intolerancia políticas; denunciando con nombre y apellido a los jueces que prevarican por razones políticas y sirviendo de sustento al vicepresidente Franco para reemplazar sin violencia, pero con firmeza y con derecho, al senador Luis Ángel González Macchi en el ejercicio de la presidencia de la República.

  

   

    

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