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El problema de la Corte

Enrique Vargas Peña

El Senado, con su representatividad modificada a causa de desafueros basados en denuncias como la de Gumercindo Aguilar, reconocida como falsa tras la confesión que sobre el asesinato del vicepresidente Argaña (marzo 23) hizo Pablo Vera Esteche, destituyó el pasado viernes 5 a tres miembros de la Corte Suprema de Justicia sin juicio político y fuera de los procedimientos establecidos.

El destituído ministro de la Corte Suprema, Felipe Santiago Paredes, como seguramente lo harán también sus colegas Enrique Sosa y Jerónimo Irala Burgos, que corrieron igual suerte, se irá a su casa con más penas que glorias, llorando ahora, y tímidamente, por la independencia judicial que fueron incapaces de defender durante los años que estuvieron en ese tribunal.

El ministro Paredes señaló en la edición del 9 de noviembre de ABC Color que no accionará contra la decisión inconstitucional e ilegal del Senado que lo removerá en abril del 2000.

Paredes y muchos de los idiotas útiles que apoyaron la instauración de la vigente dictadura recién ahora denuncian que el Poder Judicial está sometido a las fuerzas políticas en el Poder y recién ahora, que ven en riesgo su seguridad, empiezan a alarmarse.

Desde 1992, cuando se discutió la Ley Fundamental de la República, hasta 1995, en que se conformó la actual Corte Suprema, critiqué la manera en que se estaba construyendo el Poder Judicial y señalé lo que sucedería.

Menciono esto porque es necesario hacer notar que los que hicieron esto que ahora sucede no pueden alegar en su defensa que no fueron advertidos. Cualquier historiador medianamente informado sabía lo que sucedería. Los que hicieron esto no actuaron de buena fe, pues también lo sabían.

En cuanto a los idiotas útiles hay que agregar solamente que el nombre que los identifica es suficiente explicación para su suerte. Es de responsabilidad de cada uno ser o no ser idiota útil.

Paredes no ejercerá su defensa y con ello elude la que debe al pueblo paraguayo, a la que está constitucionalmente obligado. Así han actuado todo este tiempo los que debían proveer Justicia a la nación.

Olvidando tranquilamente de sus deberes.

La explicación de esta conducta cómoda, pusilánime y cómplice está en las mismas declaraciones mencionadas del ministro: él y sus colegas creen, y así lo cree la oligarquía paraguaya, que sus altas notas del colégio secundario y las que obtuvo en la facultad de Derecho le acreditan suficientemente para la gran responsabilidad de ser juez de la República.

Pero esto es falso. Ser juez requiere una cosa completamente diferente a buenas calificaciones que, en el mejor de los casos, solamente demuestran que el estudiante es un tragalibros. Ser juez requiere coraje, carácter, valentía, honor, cosas estas que el sistema educativo paraguayo no fomenta ni mide en ninguno de sus niveles.

Por tanto, no es de extrañar, a nivel estrictamente humano, que los tres ministros despedidos vuelvan mansamente a la vida privada tal como se lo ordenan los que les impusieron avalar todas las aberraciones que han avalado desde diciembre de 1997: convalidaron tribunales especiales, convalidaron el poder arbitrario del administrador, convalidaron la obediencia debida, convalidaron la destitución de jueces independientes, convalidaron la intervención del Congreso en los juicios, convalidaron una ejecución sumaria, convalidaron la abolición del derecho del pueblo a elegir sus gobernantes.

La destitución de Felipe Santiago Paredes, Enrique Sosa y Jerónimo Irala Burgos, personas a las que la Justicia nada bueno debe, se suma a la de los ocho jueces que fueron destituídos por razones políticas antes que ellos y demuestra que aquí y ahora estamos igual o peor que cuando J. Eugenio Jacquet renunciaba a los jueces en los días finales del stronismo.

En el Paraguay no hay, y desde 1992 y en particular desde 1997, independencia judicial, sino tribunales vergonzosamente sometidos a los que mandan.