Se
encuentran ya en desarrollo las elecciones para elegir al 43
presidente de Estados Unidos. A la hora de escribir este material,
George W. Bush ha triunfado en un pequeño pueblecito del estado de
Maine por 21 a 5 y según los sondeos de la agencia Reuters, está a
treinta y cinco votos electorales de convertirse en el sucesor de Bill
Clinton.
La jornada, sin embargo, será larga, y las tendencias de los
sondeos electorales muestran claramente que Albert Gore se encuentra
en una fase de crecimiento mayor que la de Bush, lo que puede
convertirse en un batacazo electoral.
Esta elección, que los norteamericanos perciben apenas como
una más del montón, es, en cambio, para los historiadores una elección
decisiva para el futuro de Estados Unidos.
En ella no están en juego tanto los programas para los próximos
cuatro u ocho años, sino el modelo de ejercicio de poder, lo que
tiene significación inmediata para el mundo, pero también, a mediano
plazo, para los propios norteamericanos.
Aunque Bill Clinton no es el primer presidente norteamericano
que ha utilizado el poder de una forma completamente divorciada de la
ética, es el primero que ha logrado impunidad por ello,
institucionalmente hablando.
Lo ha hecho por la misma razón por la que los regímenes
autoritarios consolidan su poder: porque ha logrado proporcionar al país
prosperidad económica.
La mayoría, en Estados Unidos o en Paraguay, es siempre
proclive a sacrificar sus libertades y derechos por un poco más de
dinero en el bolsillo.
La presidencia de Clinton ha sido, en efecto, la que ha
amenazado más las libertades y derechos internos de los
norteamericanos (con la excusa de la lucha antidrogas y con el
perjurio confeso y asumido y perdonado) y la que más crudamente
ha utilizado el poder imperial en política exterior.
Más gravemente aún, es la primera presidencia que, en un
grado decisivo, ha utilizado su poder imperial en el exterior para
torcer la voluntad interna de los norteamericanos (con el
financiamiento ilegal de sus campañas políticas).
La disyuntiva entre Albert Gore y George Bush, por tanto, aún
cuando este último pudiera representar solamente una demora en el
proceso de aumento del poder presidencial norteamericano, es de
tremenda importancia.
Aquí es cuando se podrá observar, en pocas horas más, si las
instituciones creadas en 1787 han sido suficientes para asegurar
indefinidamente la libertad o si, como sospecha la mayoría de los
historiadores, se trata solamente de un feliz paréntesis en la sórdida
historia del poder en el mundo.
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