La
Iglesia de Roma, Católica y Apostólica, ha dado a conocer de manera
indubitable, el día 5, su posición con respecto al ecumenismo y a la
libertad religiosa: ninguna práctica religiosa tiene mayores o iguales
méritos para la salvación y la rectitud de vida que el catolicismo.
Para los estudiosos del catolicismo, esta exposición no es
novedosa. Para
los creyentes comunes, es una sorpresa total.
Desde los días de Juan XXIII, la Iglesia vino desarrollando dos
discursos diferentes, que en realidad eran contrapuestos. Uno, para la
propaganda de la fe (Propaganda Fide), que hablaba de ecumenismo,
reconciliación y unidad en la pluralidad. Otro, para la doctrina de la
fe, desarrollado extensa y comprensivamente, por ejemplo, en los
documentos del episcopado latinoamericano, que confirmaba la tradición
católica sobre su propia superioridad.
El catolicismo ha mantenido a lo largo de su historia dos ejes
articuladores. Uno, la tesis según la cual él, y sólo él, es el
conducto apropiado de la salvación. Otro, la idea que dice que él es
siempre igual a sí mismo.
Siendo esto último así, por propia declaración de numerosos y
recientes documentos oficiales de la Iglesia, lo primero no podía ser
distinto a lo que ahora, después de treinta y tantos años de
ambiguedad deliberada viene a
reconocer también ella misma.
Este reconocimiento de la Iglesia, acerca de que ella no ha
cambiado en
absoluto, es una demostración más, como si hiciera falta otra,
de que los cambios, para ser reales, deben necesariamente afectar a las
estructuras. No son cuestión de personas, son asunto de sistemas.
Es muy probable que Juan XXIII y Pablo VI, los pontífices que
elaboraron el discurso "liberal" surgido del Concilio Vaticano
II hayan estado personalmente convencidos de la necesidad de aggiornar a
la Iglesia, pero creyeron, porque a ello conduce la idea católica en
general, que esos cambios podían hacerlos buenos hombres.
La presente aclaración de la Iglesia es prueba pues, de que aún
siendo papas, Juan XXIII y Pablo VI estaban errados: la Curia de Roma y
la inmensa maquinaria que es la Iglesia, volvieron a imponer su propia lógica.
Es bueno que esto haya pasado, pues queda evidenciado que las
salvaguardas que, en orden a preservar la libertad de cultos y de
conciencia, se
establecieron en los países democráticos frente al catolicismo
se mantienen
plenamente necesarias.
De hecho, si se estudia la historia, se observa fácilmente que
el catolicismo dejó de quemar gente en actos públicos solamente por el
imperio de fuerzas externas a sí mismo y que de no seguir operando esas
fuerzas en la actualidad, será cuestión de tiempo que quienes se creen
depositarios únicos de la verdad vuelvan a tratar de imponerla por la
fuerza.
Por
mera caridad.
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