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Intolerancia

Enrique Vargas Peña

07 de setiembre de 2000

  

La Iglesia de Roma, Católica y Apostólica, ha dado a conocer de manera indubitable, el día 5, su posición con respecto al ecumenismo y a la libertad religiosa: ninguna práctica religiosa tiene mayores o iguales méritos para la salvación y la rectitud de vida que el catolicismo.

        Para los estudiosos del catolicismo, esta exposición no es novedosa. Para los creyentes comunes, es una sorpresa total.

        Desde los días de Juan XXIII, la Iglesia vino desarrollando dos discursos diferentes, que en realidad eran contrapuestos. Uno, para la propaganda de la fe (Propaganda Fide), que hablaba de ecumenismo, reconciliación y unidad en la pluralidad. Otro, para la doctrina de la fe, desarrollado extensa y comprensivamente, por ejemplo, en los documentos del episcopado latinoamericano, que confirmaba la tradición católica sobre su propia superioridad.

        El catolicismo ha mantenido a lo largo de su historia dos ejes articuladores. Uno, la tesis según la cual él, y sólo él, es el conducto apropiado de la salvación. Otro, la idea que dice que él es siempre igual a sí mismo.

        Siendo esto último así, por propia declaración de numerosos y recientes documentos oficiales de la Iglesia, lo primero no podía ser distinto a lo que ahora, después de treinta y tantos años de ambiguedad deliberada viene a reconocer también ella misma.

        Este reconocimiento de la Iglesia, acerca de que ella no ha cambiado en  absoluto, es una demostración más, como si hiciera falta otra, de que los cambios, para ser reales, deben necesariamente afectar a las estructuras. No son cuestión de personas, son asunto de sistemas.

        Es muy probable que Juan XXIII y Pablo VI, los pontífices que elaboraron el discurso "liberal" surgido del Concilio Vaticano II hayan estado personalmente convencidos de la necesidad de aggiornar a la Iglesia, pero creyeron, porque a ello conduce la idea católica en general, que esos cambios podían hacerlos buenos hombres.

        La presente aclaración de la Iglesia es prueba pues, de que aún siendo papas, Juan XXIII y Pablo VI estaban errados: la Curia de Roma y la inmensa maquinaria que es la Iglesia, volvieron a imponer su propia lógica.

        Es bueno que esto haya pasado, pues queda evidenciado que las salvaguardas que, en orden a preservar la libertad de cultos y de conciencia, se  establecieron en los países democráticos frente al catolicismo se mantienen  plenamente necesarias.

        De hecho, si se estudia la historia, se observa fácilmente que el catolicismo dejó de quemar gente en actos públicos solamente por el imperio de fuerzas externas a sí mismo y que de no seguir operando esas fuerzas en la actualidad, será cuestión de tiempo que quienes se creen depositarios únicos de la verdad vuelvan a tratar de imponerla por la fuerza.

Por mera caridad. 

       

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