Algún
obispo de la Iglesia Católica, seguramente munido de esas buenas
intenciones que jalonan el camino al infierno, ha pedido una tregua política,
el pasado domingo, con el fin de permitir al país enfocar sus energías
al desarrollo.
Es
evidente que el buen obispo no entiende de qué se trata la democracia
o, si lo entiende, que prefiere otro sistema institucional para la
organización de la República.
La
política, la política partidista, la lucha por el favor del
electorado, la permanente movilización de los ciudadanos, son los modos
en que se manifiesta la participación popular en el poder. Eso es, a
fin de cuentas, la democracia: el gobierno del pueblo, por el pueblo.
La
democracia es un sistema que se basa en una mecánica muy simple, el
premio y el castigo. Si el elegido por el pueblo gobierna bien, es
premiado. Si gobierna mal, es castigado.
Pero
la condición para que este sistema simplísimo funcione adecuadamente y
produzca las cosas que se esperan de él (mejoría de las condiciones
generales de vida) es necesario que se respete sin restricciones su
lógica.
Y
ella exige el debate, el debate permanente, general, apasionado. La
discusión, la controversia, la libertad de expresión, la libertad de
asociación y las elecciones, muchas elecciones, cuanto más elecciones,
mejor.
Cómo
podría una sociedad resolver sus problemas sin discutirlos, sin
analizarlos, sin organizarse para desarrollar tal o cual programa?
No
podría. Al menos no en una forma democrática.
La
Iglesia tiene, al parecer, una visión diferente del problema, derivada
tal vez de su larguísima tradición jerárquica y dogmática. Ella
supone que una vez elegidas las autoridades, los gobernantes quedan
investidos de un poder y una sabiduría incontrovertibles, que requieren
del sosiego que brinda la obediencia para desarrollar sus acciones.
Así
funciona la Iglesia, pero eso no es, nunca ha sido y jamás será ni
tendrá algo que ver con la democracia.
En
la democracia los mandatos son condicionales y condicional es la
confianza que hay en el elegido. En la democracia es posible, y a veces
es necesario, revocar el poder de un mal gobernante y sustituirlo por
otro.
La tregua política que pide la Iglesia paraguaya solamente puede
contribuir a deteriorar más la precaria institucionalidad democrática
del Paraguay y nace de siglos y siglos de animadversión católica por
la libertad y los derechos ciudadanos.
|