Estoy
leyendo El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago, un
libro peligroso que, como los de Voltaire, escasean en esta cristianísima
Asunción, que no por ignorar que es fundamentalista deja de actuar como
tal.
Este Evangelio apócrifo, es decir excluido de la Biblia -
y de las librerías paraguayas - más por el provecho de los poderes fácticos
que por la voluntad de Dios, relata el paso de Jesús por esta Tierra y
cuestiona numerosas fallas que obran en los incluidos en la selección
oficial de la Vulgata.
La
Vulgata es la colección de libros que san Jerónimo y algunos colegas
suyos decidieron que eran la Palabra de Dios, en el año 382, dejando al
margen otra colección de obras, entre ellas el Evangelio según los
Hebreos, que tuvieron la mala suerte de no convenir a tan oloroso
Doctor de la Fe (en el año 374 Jerónimo fue persuadido de que el aseo
era una forma de culto al cuerpo, modo de adoración que, como se sabe,
el santo combatió con éxito en los desiertos de Calquis).
No solamente hace notar este Evangelio de Saramago la
injusticia de hacer matar a un inocente, Jesús, para expiar los pecados
de los culpables; sino que pone en evidencia, casi en cada línea, la
clase de ideas morales que, surgiendo del Pentateuco, informan incluso
las más nuevas formulaciones de la doctrina cristiana.
El
Pentateuco, la Torah judía, es la reunión de los cinco libros que, según
afirman los creyentes, Dios dictó a Moisés: Génesis, Éxodo, Levítico,
Números y Deuteronomio.
Por ejemplo, la idea de que la mujer fue creada principalmente
para servir al hombre o la noción de que la crueldad evidente de este
mundo no la repara Dios, como está en Su poder hacerlo, porque la
impone sobre nosotros para cumplir algunos designios Suyos que son
insondables.
Este Evangelio según Jesucristo debería repartirse
gratuitamente en las escuelas, para dar a los niños, a los que se
impone la formación cristiana desde antes de que aprendan a decir mamá,
la oportunidad de ver que hay otra visión del mundo y de los
acontecimientos, distinta a la que les obligan a creer.
En efecto, desde el bautismo, que se les administra sin preguntárseles
y para condicionar las decisiones que puedan tomar posteriormente, los jóvenes
del Paraguay son condenados a aceptar como indiscutibles cosas tales
como que existe un Dios y que ese Dios, que permite la miseria de los niños
de la calle al mismo tiempo que los abundantes éxitos de gente como el
Sr. Wasmosy, tiene misericordia de nosotros.
Cualquiera que se atreva no ya a negar esos dogmas, sino sólo a
mirarlos, es tratado aquí como un paria, segregado, execrado,
condenado, fulminado con anatemas, más sutiles pero tan efectivos como
los que en el pasado llevaban a la hoguera a los que no aceptaban algún
aspecto del cristianismo.
Que este Evangelio de Saramago se pueda dar a conocer en
esta cristianísima Asunción debe ser una de esas tentaciones que Dios
suele sembrar para probar la calidad de Sus criaturas que, en materia de
fidelidad al menos, tienen imperfecciones al menos tan obvias como la
corrupción de los censores que dejaron pasar este ejemplar.
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