El
nuevo ministro de Hacienda está pidiendo cien días de gracia para
que se vean los resultados de su gestión, lo cual podría ser
razonable en cualquier país o incluso en este, en otras
circunstancias.
Pero
ocurre que la situación del erario público no admite ya demoras y la
de la economía de los ciudadanos, empresarios u obreros, hacendados o
campesinos, la admite menos aún.
Todo
el país sabe que las soluciones no serán fáciles y que los frutos
del esfuerzo no se verán inmediatamente, pero eso no es lo mismo que
el plazo que pide el ministro Oviedo por la sencilla razón de que se
trata de un término para ver si puede extraer más recursos de la
sociedad para financiar los gastos políticos del gobierno.
Y
eso es, precisamente, lo que la sociedad se muestra cada vez menos
dispuesta a tolerar, simplemente porque eso es lo que puso al país en
la situación en que se encuentra.
El
ministro Oviedo no ha presentado, como lo recordó su antecesor,
Federico Zayas, nada distinto a lo que este mismo había hecho y
propuesto, que tanta disconformidad causó.
No
es razonable, en un país sumido en una recesión crónica, pretender
cobrar más a contribuyentes que ya están exhaustos, no solamente por
el decreciente movimiento general de la economía sino por lo
relativamente mucho que se les pide de impuestos para lo poco y lo
malo que se le ofrece en servicios públicos.
Entonces,
la ciudadanía se pregunta con razón ¿cien días para qué?
La
gente percibe que lo que pide el ministro Oviedo son cien días para
ver si puede acelerar el paso que está llevando al país a la ruina
total, que puede tener muchas aristas.
La
ruina puede ser una inflación galopante. Puede ser un endeudamiento
irremontable, puede ser la pérdida de la escasa soberanía que resta
en manos de la nación paraguaya, puede ser una salida completamente
autoritaria o, lo que es peor y más factible, una combinación
asombrosa de todas las posibilidades juntas.
Y para eso no hace falta esperar cien días.
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