Se
están dando a conocer los resultados de un estudio sobre la
realidad institucional paraguaya, realizado con patrocinio del Banco
Mundial, que pone en evidencia la percepción que existe, en
general, sobre la administración judicial del país, a la que se
califica como esencialmente corrupta e ineficiente.
Esta percepción, por supuesto, confirma los resultados de
otros estudios realizados por otras instituciones y, lo más
importante, confirma lo que todos los paraguayos sufren en carne
propia día a día.
De hecho, el estudio resulta incluso superfluo desde que
basta observar el nivel de impunidad existente en el país, un nivel
de impunidad tan grave que incluso llama la atención del Encargado
de Negocios saliente de Estados Unidos en Paraguay, para caer en la
cuenta de que los paraguayos estamos privados del derecho a la
Justicia.
No vale la pena ya más que mencionar de pasada que una
sociedad sin Justicia está dramáticamente destinada al atraso (la
Justicia es una condición imperativa de la seguridad que genera
inversiones) y a la violencia, desde que no encuentra en los
tribunales la reparación de los agravios que sufre.
Pero parece importante insistir en la razón de que esto
suceda y en quiénes son los responsables, pues los hay.
En
el Paraguay no hay Justicia porque el Poder Judicial,
constitucionalmente encargado de administrarla, fue conformado como
derivado de un acuerdo político, no un acuerdo de Estado como puede
ser considerado, por ejemplo, el Pacto de la Moncloa en España,
sino político, destinado a repartir el poder entre diversas cúpulas
partidarias.
Su
equivalente comparativo es el pacto de Punto Fijo en Venezuela, que
tenía las mismas características que aquí se dio al pacto de
gobernabilidad firmado entre Domingo Laíno, entonces presidente
del partido Liberal, y Juan Carlos Wasmosy, entonces presidente de
la República y representante de los poderes fácticos del Paraguay.
El
Poder Judicial paraguayo, pues, nació maniatado, obligado a la
obediencia a los caciques políticos por quienes veía la luz que,
además, se aseguraron el nombramiento de los magistrados según
zonas de influencia.
Los
magistrados paraguayos no fueron instalados en los lugares que
ocupan en base a sus méritos jurídicos o a su valor personal, sino
en consideración a su lealtad partidaria, para llenar cupos
previamente asignados a cada uno de los beneficiarios del pacto
de gobernabilidad.
La
responsabilidad de esta tragedia, surgida en lugar de la esperanza
generada por la Convención Constituyente de 1992, que se había
presentado como la oportunidad para dejar atrás los vicios de la
administración judicial politizada, recae principalmente en Laino y
en Wasmosy, pero también en quienes fueron sus colaboradores e ideólogos
en esta tarea, entre los que cabe mencionar a Carlos Mateo Balmelli.
Este Poder Judicial paraguayo nació torcido y no tiene vocación de
enderezarse. Está allí para servir a determinados intereses y no
para proporcionar Justicia a la sociedad paraguaya.
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