Un
informe, publicado a través de la agencia de noticias Reuters, dado a
conocer por los diarios de Asunción, señala que un estudio del Wall
Street Journal y de la Heritage Foundation, de Estados Unidos, muestra
que la libertad económica está retrocediendo en Paraguay.
Esto
no es una declamación retórica, sino que tiene implicancias
inmediatas en la vida diaria de las personas de carne y hueso que
viven en el territorio que conocemos como República del Paraguay.
A
medida que se restringen las condiciones que hacen posible la
existencia de una economía de mercado, se reduce, en relación
directa, el nivel de vida de la gente. A mayor protagonismo
gubernamental en la vida económica, menor riqueza generada por la
sociedad.
El
gobierno paraguayo, surgido en marzo de 1999, no tiene raíces ideológicas
con ningún sector liberal, sino con el desarrollismo, doctrina en
boga en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, alimentada por
personas ávidas de contratos públicos, según la cual el Estado debía
protagonizar el proceso de desarrollo.
Esto
significa muchas cosas, y no necesariamente que el Estado instale
empresas
productivas. Significa, por ejemplo, establecer subsidios para
determinados sectores, privilegios. Significa destruir las reglas de
la libre competencia con la excusa de promocionar la producción.
Esto
es lo que se está haciendo en Paraguay, a ritmo cada vez más
acelerado. La desesperación que la situación creada por esta política
alimenta con combustible la llama de las concesiones destinadas a
cautivar mercados. Y así, en un círculo vicioso. Las consecuencias
están a la vista.
No
se trata solamente de las cifras macroeconómicas, esas que, a pesar
de estar mostrando ya los síntomas del desastre, permiten todavía
dormir tranquilo al presidente del Banco Central del Paraguay,
Washington Ashwell, sino de la cada vez más exigua variedad de bienes
que ofrecen los supermercados, del deterioro de la infraestructura
urbana y vial, convertida en un campo de baches y cráteres, de la caída
en los niveles de educación y salud, de la reducción del poder
adquisitivo de los salarios.
El
activismo gubernamental se paga. Tal vez no aún con inflación, pero
sí con todas esas cosas que muestran cómo la sociedad entera está
cargando de todas maneras con el costo de la política del gobierno.
Uno
de los precios, que no se puede dejar de mencionar, es la corrupción.
Los negocios desde el poder son una fuente inagotable y
suficientemente probada de corrupción como para que se necesite decir
más.
La
gente del gobierno supone que interviniendo en la vida económica
(vale puntualizar aquí que esto no significa tanto establecimiento
controles como otorgamiento de privilegios) aliviará la situación
cuando todos los datos le están indicando claramente que cada vez que
interviene la agrava.
Lo
que corresponde, pues, es dar un giro a la cosa, un vuelco radical que
es muy difícil de realizar con personas que no creen en, ni obtendrán
beneficios personales de, ni entienden las razones por las que el
mercado funciona mejor que el Estado en la generación de riquezas.
Lamentablemente
no hay grupos políticos con base popular significativa que propongan
la alternativa del mercado. Todos proponen, en menor o mayor medida,
seguir en este camino que está hundiendo al Paraguay.
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