El gobierno está
pidiendo una ley de emergencia por la que se le otorgarían poderes
extraordinarios para hacer frente al colapso fiscal en ciernes. Pide
más poder como si no hubiera tenido, al menos hasta febrero de este
año, la plenitud del poder, y para resolver problemas que no
hubiera provocado él mismo.
El gobierno inaugurado el 28 de marzo de 1999 se inició,
como se recordará, con la coalición de los tres principales grupos
del Congreso, los argaño-wasmosistas del partido Colorado, los
liberales y los encuentristas y entre ellos reunían más de dos
tercios del quorum en cada una de las cámaras del Congreso.
Pero además, se inició montado en una oleada de histeria
colectiva organizada por la Iglesia Católica y por los medios de
comunicación afines (Noticias, Ultima Hora, Canal 9, Canal 13,
Radio Ñandutí, etc.), que dio al Poder Ejecutivo carta blanca para
deshacerse en forma violenta de cualquier atisbo de oposición y de
establecer un clima general de intolerancia política que se traducía
en su dominio omnímodo y autoritario de la situación.
Y por si faltara algo, descabezaron el Poder Electoral y
terminaron la tarea de sumisión de los tribunales con lo que las
fuerzas que alentaron el golpe de ese día (28 de marzo), tenían más
poder que cualquier otro gobierno de la historia paraguaya al menos
desde 1967.
Al tomar el gobierno, estas fuerzas encontraron un país
medianamente ordenado. En crisis, pero medianamente ordenado.
Hoy, un año y medio después, los
resultados del cambio no podían ser peores. El déficit fiscal se
ha disparado sin control debido a la política de compra de
clientela que se ha usado desde el Estado, así como de
irresponsabilidad en las contrataciones y pagos y en la falta de
cualquier política de desarrollo.
La gestión de este gobierno todopoderoso, que tenía todo
para ordenar el país, ha consistido en destruir todo cuanto ha
encontrado a su paso, incluido el ya escaso control paraguayo sobre
la represa de Itaipú.
La ineptitud, por señalar solamente lo menos, de este
gobierno es antológica, se mire por donde se mire cualquier campo
de su acción. Su paso por la historia es una catástrofe mayor que
un terremoto o un huracán. Los daños que ha causado son difícilmente
mensurables.
Y ese mismo gobierno pide ahora más poder para abusar, ya
sin recato ni límite, de esa ineptitud con la que ha hundido al país.
Las cifras son elocuentes. Son las cifras que el propio
gobierno ha elaborado. Ellas no pueden disimular la magnitud del
desastre ni disminuir la
responsabilidad de
sus autores.
Lo que el gobierno debe hacer, si tiene un dejo de
patriotismo, o si al menos queda algo de decencia personal en alguno
de sus integrantes, es irse, cuanto más rápido mejor y dar a otros
la oportunidad de sacar al país del marasmo en que lo ha metido.
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