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El peligro Clinton

Enrique Vargas Peña

El pasado 27 de enero a la noche, hora de Washington, Estados Unidos, el presidente de ese país, William Jefferson Clinton pronunció su último mensaje sobre el ''Estado de la Unión", la tradicional rendición de cuentas que una vez al año deben realizar los inqulinos de la Casa Blanca ante la representación del pueblo.

El mensaje fue impresionante. Clinton dejó ver que su gestión ha logrado una verdadera revolución en beneficio del mayor bienestar de los norteamericanos.

Algunas cifras escalofriantes del mensaje lo demostrarían: la mayor expansión económica de la historia norteamericana; el mayor crecimiento trimestral del producto bruto de los últimos treinta años; la menor tasa de desempleo en los últimos treinta y cinco años; la menor tasa de criminalidad de los últimos veinte años; la menor tasa de pobreza relativa de las minorías de los últimos cuarenta y dos años; etc., etc., etc.

Según las encuestas los norteamericanos le creen a Clinton y ven a su presidente como un administrador eficaz. Un sesenta y tanto por ciento de ellos estima que, a pesar de ser un perjuro confeso, ha realizado un buen trabajo.

Parece que nadie, ni siquiera los republicanos, recuerda que la desastrosa gestión inicial de Clinton sufrió un giro radical y repentino tras la apabullante derrota demócrata de noviembre de 1994, que obligó al presidente a rectificar rumbos.

Pero Clinton ha sido, realmente, desde entonces, un administrador eficaz. Y allí está el problema.

Con su desempeño en mantener para la ciudadanía las condiciones de un bienestar sostenido, Clinton ha logrado, al mismo tiempo, sin embargo, conducir el caballo al centro de Troya.

Cuando los norteamericanos se den cuenta, descenderán del vientre de la bestia los elementos que pueden destruir su gran república, para transformarla en otra cosa, tal vez poderosa, tal vez rica, pero distinta a la establecida en su Constitución.

No será la primera vez en la historia que ello ocurra.

Mario, Sila, Pompeyo y Cesar ya escribieron un capítulo semejante en los anales de la humanidad, cuando transformaron la República Romana en el Imperio Romano.

Clinton no dijo, por ejemplo, que su gobierno ha impulsado una reforma de las leyes de control financiero que abroga las limitaciones que se habían establecido a partir de 1932 para evitar desastres como el de 1929.

Con ello, los dueños del capital podrán alcanzar poderes enormes en el sistema norteamericano, con las consecuentes deformaciones que ello importa, invariablemente, sobre la participación popular en el gobierno.

Clinton tampoco dijo que, a raíz de su sobreseimiento en el juicio que se le siguió por perjurio y obstrucción de la Justicia, un precedente nefasto ha sido sentado en la vida norteamericana, a saber, que los magistrados de la República gozan de impunidad por los delitos que cometen mientras ejercen la función pública.

Por eso tampoco fue extraño que usara impúdicamente un discurso constitucionalmente ordenado para hacer campaña a favor de su vicepresidente, Albert Gore, con quien se encuentra complicado en un caso de financiamiento ilegal de actividades políticas, que afecta al Paraguay, el asunto de Mark Jiménez.

En ese caso, hay elementos que inducen a pensar a miembros del Congreso de Estados Unidos, que Clinton ha prevaricado con algunos jueces y traficado con influencias.

Pero el presidente sigue seguro. Sabe que los norteamericanos están más pendientes del auto nuevo, la casa nueva, los viajes nuevos, que de velar por sus viejas y venerables instituciones que son, justamente, las que permitieron a ese pueblo llegar a dominar al mundo.

Allí también hay ya síntomas de descomposición: las tasas de consumo suben, pero descienden las de ahorro. Se sostiene en el poder a un inmoral y se gasta más de lo que se gana.

Tal vez sea ese el destino del mundo: repetir la historia. El oportunismo de Mario, Sila, Pompeyo y Cesar, consentido por ciudadanos más interesados en la molicie, terminó en la siniestra tiranía de Constantino, sistema que trajo mil años de miseria a Occidente.